Recuerdo que cierta vez, cuando la distancia que separaba mi nariz del suelo era mucho más corta que la de ahora, vi un largometraje de dibujos titulado las Doce pruebas de Asterix. En una de dichas pruebas la irreductible pareja de galos tenía que lidiar con la enrevesada burocracia romana para obtener un permiso para continuar con su aventura. Recuerdo a Asterix y Obelix subiendo y bajando interminables escaleras y consultando sin éxito a los burócratas mientras su cordura se agotaba paulatinamente. Pues bien, viví aquella escena en carnes propias y no llevaba encima la pócima mágica de Panoramix.
Todo sucedió en la bella Italia, tratando de cubrir el trayecto en tren nocturno que unía la cosmopolita Milán con la Roma capitalina. En principio aquel viaje no debía presentar ninguna anomalía: llevaba conmigo un billete de tren que me permitía viajar libremente por la red de ferrocarriles italianos y había acudido a tiempo a la estación para evitar posibles improvisos.
Cuando quedaba poco para que el tren partiera me dirigí a uno de los vagones del tren y busqué un asiento cómodo al lado de la ventana. Al rato entró en escena el revisor y me solicitó con total indiferencia el billete de tren. Al entregárselo aquel hombre amargado por su propia existencia comenzó a gesticular con violencia y a proferir toda clase de improperios en italiano, llamando la atención del resto de viajeros, que curiosos, contemplaban la escena atónitos.
Por lo visto, aquel agriado trabajador ferroviario consideró una afrenta gravísima el hecho de que yo desconociera que en aquel tren nocturno era necesario reservar previamente cama y que para ello debía haber pagado un plus de 20 euros en la taquilla. Todo esto que acabo de explicar me lo comentó el infeliz revisor a gritos y en un severo tono de reproche acabando su reprimenda con una frase que me encendió la llama de mi ira: spagnolo sono tutti uguali (todos los españoles son iguales)
Aquel pedazo de melón con cuerdas vocales daba a entender que con toda la cara del mundo lo que pretendía era dormir de gratis en aquel tren y su única argumentación era mi nacionalidad española. Su reprimenda me enmudeció y no fui capaz de responderle. Completamente sometido bajé a toda velocidad para adquirir cabizbajo el billete para reservar cama. Aquel piltrafilla infrahumano me hizo sentir ultrajado y humillado públicamente.
Antes de subirme de nuevo al tren, revisé con precisión de cirujano el lugar exacto en el que se encontraba mi departamento para no errar y evitar así otra reprimenda del amargado revisor. Entré en la pequeña habitación y observé que había cinco camas plegadas. Entraron a la estancia el resto de viajeros con los que debía compartir trayecto: una chica joven, un hombre de mediana edad y una pareja de ancianos octogenarios…o aun más mayores.
Como yo no sabía italiano y ellos no sabían inglés nos limitamos a sonreírnos cortésmente. Llegado el momento de abrir las camas para dormir durante el trayecto descubrí con amargura que la cama que me correspondía a mí, no se abría. El cerrojo que mantenía plegada la cama a la pared estaba atascado y era imposible desplegar mi lecho. Después de lo que había pasado tuve que pasarme las ocho horas de viaje durmiendo en el suelo metido dentro de mi saco de dormir.
A la mañana siguiente, con los ojos inyectados en sangre por la falta de sueño (ya contaré en otra ocasión los pormenores de este especial viaje) llegamos a Roma. Salí del departamento con una mezcla de desorientación, frustración y rabia acumulada, y ¿a que no imagináis quien estaba en la puerta? Efectivamente, el revisor gruñón. Me dirigí hacia él como una hidra rabiosa y a grito pelado le devolví la reprimenda recriminándole en inglés que mi cama no se había abierto y que había dormido en el suelo.
Terminé mi oratoria con un par de frases que hacían mención a la madre que lo parió en un exquisito español y sin escuchar su réplica me fui a la oficina de reclamaciones donde interpuse una queja sintiéndome un poco mejor conmigo mismo.
Pasaron un par de años desde aquella experiencia. Un día de tantos, recibí en el buzón de mi casa una carta desde Italia. La abrí con curiosidad y cuál fue mi sorpresa cuando comprobé que se trataba de una misiva de la compañía de tren en la que se disculpaban por lo ocurrido y me incluían un cheque con los 20 euros que pagué por la cama. Me quedé a cuadros. Aquel gesto me hizo sentir fenomenal y por ello puedo afirmar que tendrán sus pegas pero los italianos son unos señores.
David Nogales