Hace pocos días vi un graffiti que rezaba “Al Qaeda son los padres”, ¡Cuánta creatividad derrochada en las puertas de los urinarios de bares y cafeterías. Inducido por la palabra Al Qaeda, recordé una interesante conversación con un rostro anónimo de la guerra de Afganistán, un joven exiliado que después de haber perdido todo trataba de sobrevivir vendiendo lo que había podido rescatar de las garras de la destrucción de la contienda. Aquel muchacho se había deshumanizado, una mirada perdida y un tono mortecino eran las cualidades que aun podían identificarle como ser humano.
Todo esto sucedió en mi primer viaje a Estambul hace ya algunos años; estaba recorriendo los interminables pasillos del Gran Bazar cuando reparé en un escaparate en el que no se mostraba ningún objeto en especial. Sobre unas improvisadas estanterías de madera el comerciante exhibía cuencos con cuentas, monedas y otros cachivaches metálicos sin apenas valor estético. Entré a al tienda para comprobar si se vendía algún otro objeto de más valor. No. El negocio de aquel joven comerciante se reducía a esos inútiles objetos envejecidos.
Al otro lado del mostrador una mirada perdida se extinguía en el infinito mostrando un absoluto desprecio por la vida que bullía en el mercado más grande de Estambul. El propietario de aquellos ojos tristes era un joven de unos veinte años de tez morena y cabellos negros como el azabache. No me saludo al entrar.
En una esquina del comercio un niño trasteaba con unas piezas metálicas. Comencé a analizar la mercancía. Efectivamente mis sospechas se confirmaron: en aquella tienda se vendían pequeños objetos inútiles. Desde detrás del mostrador un fino hilo de voz se dirigió a mí. Aquella voz se apagaba nada más salir de los labios del emisor. Roto el silencio miré al comerciante para tratar de entender lo que me decía. Labor imposible.
Me acerqué al muchacho que volvió a repetir una vez más la misma frase en el mismo tono. Esta vez sí le entendí. Me decía que en el cuenco que estaba observando había monedas afganas que carecían de valor. Me fijé en ellas. Alguien había pegado con estaño una tira metálica sobre el canto de la moneda para convertirla en un singular colgante. Al lado del cuenco había unos cordones para hacer collares con las monedas.
De nuevo, el joven comerciante rompió el silencio, y en esta ocasión lo hizo para relatarme la triste historia de su vida. Comenzó a hablarme con voz queda, sin fuerza, como si para comunicarse tuviese que emplear un esfuerzo sobrehumano. Me dijo que había venido junto con su hermano desde Afganistán huyendo de la guerra.
Al parecer, allí vivían relativamente bien hasta la llegada de las tropas estadounidenses. Su familia se dedicaba al comercio de caballos, un negocio ancestral que ya se practicaba en aquellas tierras en los tiempos en los que el mito y la realidad a menudos cruzaban sus caminos. Sacó de debajo del mostrador un enorme álbum de fotografías y lo abrió. Se podían ver viejas fotografías en la que aparecían caballos y algunas personas tirando de las bestias.
Señaló a una mujer ataviada con la indumentaria tradicional afgana. – Es mi madre- me dijo. – No sé dónde está ahora, pero era una mujer muy guapa – Mientras me contaba aquello empaticé con él, me envolví con sus vivencias y sentí una profunda desolación. – Mi hermano y yo hemos venido aquí porque no tenemos casa en Afganistán – Añadió, ralentizándo las palabras como las manillas del un reloj con la pila casi gastada. No supe responder.
Le miraba con cara de compasión pero mis labios no eran capaces de moverse, agarrotados por la pena. Señaló de nuevo las monedas y me dijo que en Estambul no valían nada y que era mejor venderlas como colgantes. Impulsivamente cogí un puñado de monedas y le pregunté por el precio. Aquel puñado costaba apenas cincuenta céntimos de euro. Lo compré.
El joven comerciante regresó a su estado de letargo inicial, sumergido en sus pensamientos como un anciano que ha vivido ya demasiado. Me despedí y salí de la tienda pensativo con las monedas en la mano. Aun conservo una de aquellas monedas alrededor de mi cuello, y de vez en cuando pienso en el joven comerciante, en su mirada vacía. No dejó de preguntarme por qué siguen estallando guerras y por qué sigue habiendo gente que las apoya, no existe justificación alguna para tanto dolor.
David Nogales