Seguro que te ha pasado alguna vez. Planificas un viaje al detalle y de repente te encuentras con una maravilla inesperada que se convierte en tu recuerdo más preciado. Eso fue lo que me sucedió en mi visita mochilera a San Diego, en los USA.
Me alojé en el hostal Internacional, un sitio perfecto, económico y cerca de la playa, rodeado de restaurantes, tiendas y salones de tatuajes. Armado hasta los dientes con mi cámara tenía la saludable intención de llenarme de San Diego con todo lo que pudiera ofrecerme: los museos de Balboa Park, su famoso zoo, sus calles, la bahía, sus coquetos edificios… En fin, una larga lista de imprescindibles para el turista más guerrillero.
Sí, había leído algo acerca de las puestas de sol de Ocean Beach. “Pero las puestas de sol son muy parecidas, ¿qué es lo que puede cambiar?”, me pregunté, ay, inocente de mí sin saber lo que me aguardaba.
A eso del atardecer me acerqué a la playa, cansado de un día de ajetreo en la ciudad. Grupitos de gente se formaron en silencio aquí y allá, incluso al pie de un pequeño acantilado, todos mirando hacia el cielo. Parecían feligreses esperando la llegada de su telepredicador.
Me acomodé con indolencia en la barandilla en lo más lejos del malecón. “A ver, que comience el espectáculo de una vez, que estoy hecho polvo y quiero descansar”, me dije.
De pronto, el sol descendió, radiante, legendario, haciéndose más y más grande a cada segundo, casi lo podía tocar sobre un mar en calma y con el cielo teñido de rojo y violeta. Luego se empezó a ocultar detrás del horizonte, lentamente, deleitándose, y de improviso ya anochecía.
Todos los espectadores abandonamos nuestros puestos en sigilo, impactados por lo presenciado. Seguramente pensábamos lo mismo: la naturaleza ofrece los espectáculos más asombrosos e inolvidables.
Guía de Viajes | San Diego