El mafioso de Pamukkale

16 septiembre, 2010

Nos encontrábamos en Pamukkale sentados a la mesa de una terraza esperando a que el camarero atendiera nuestras demandas alimentarias. Aunque Pamukkale es uno de los destinos turcos más frecuentados por los hambrientos turistas de nuestro pequeño planeta, el dueño del sórdido restaurante en el que habíamos reposado nuestros traseros hablaba menos inglés que el Príncipe Gitano interpretando in the Ghetto.

No hubo problema alguno. Arrastrándose desde una barbería próxima se acercó hasta la mesa un hombre entrado en años con pinta de saber los granos de arroz que entran en un kilo. Su rostro surcado de arrugas, su pelo canoso y su mermada dentadura se conjugaban con su semblante seco y distante, otorgándole un aspecto de capo siciliano que habría puesto las cosas difíciles a Marlon Brando si nuestro turco hubiera hecho el casting para el Padrino.

Con un tono de voz más frío que su gélida mirada nos preguntó en un confuso inglés -What do you want?- En ese momento dudé si aquella interpelación se correspondía con una suerte de amenaza. Nada más lejos. El tipo improvisó el papel de intérprete ante el desorientado dueño del restaurante.

Después de mirar un rato una carta que nunca llegué a entender elegí el peor plato de los posibles. De hecho horas más tarde sufriría a causa de mi elección el terrible efecto Kokoreç del que ya he hablado en más de una ocasión. Como el camarero no nos entendía nos dirigimos al intérprete turco para que tradujese nuestras motivaciones culinarias. Cuánto me arrepiento de mi elección, y encima pedí ración doble.

Problemas gastrointestinales aparte, mientras preparaban la pitanza el mafioso siciliano se interesó por nuestra estancia en la pequeña Pamukkale. Con amabilidad dimos todo tipo de detalles sobre nuestras sanas intenciones de conocer uno de los lugares más bellos de Turquía. Algo rechinaba en el interior de la cabeza de nuestro interlocutor. Cada vez que decíamos algo, el capo de Pamukkale torcía la cabeza hacia un lado frunciendo el ceño al tiempo que abría la boca emitiendo un chasquido con la lengua.

En un momento, dado la conversación dejó de interesarle y pasó a la acción. Conspirando en comandita con el dueño de la barbería de la que había surgido, el mafioso desapareció durante unos instantes y entró de nuevo en escena con un par de guindillas en la mano. Se plantó frente a nosotros y con cara de John Wayne dio un mordisco a una de las guindillas con el incisivo que le quedaba. Masticó con tranquilidad saboreando con paciencia el picante.

Desafiante como en una duelo a muerte, extendió la mano invitándonos a probar la guindilla. En aquel momento hubiese quedado fenomenal cualquier banda sonora de Ennio Morricone. Lo que no sabía el capo de Pamukkale es que yo estaba acostumbrado al picante de las guindillas. De hecho, es costumbre en mi familia acompañar la sopa del cocido madrileño con unas guindillas picantes. Acepté el reto.

Lo que no sabía yo es que las guindillas turcas pican más que el aguijón de una avispa. Confiado en mis experiencia lidiando con el picante, me comí de un solo bocado la mitad de la guindilla. Un calor irrefrenable poseyó mi cuerpo extendiéndose desde mi lengua hasta el dedo gordo del pie. El viejuno turco me la había jugado y yo había entrado al trapo. No podía darle la satisfacción de creer que estaba pasando las de Caín, así que tragué de golpe y aguanté la compostura. El mafioso debió calarme porque lanzó una carcajada breve y seca y desapareció lentamente por la puerta de la barbería.

Es probable que os preguntéis por qué estoy llamando continuamente mafioso a este turco con un cuestionable sentido del humor. Es lógico, pero tiene explicación. Después de abandonar Pamukkale conocimos algunas poblaciones cercanas entre ellas Kusadasi. Acabábamos de darnos un baño en la playa de la ciudad y estábamos tomando un refrigerio en un banco del centro.

Desde la letanía un rostro familiar se acercaba a nosotros con unos andares similares a los que gasta el señor Fraga Iribarne. ¿Ya sabéis quién era, verdad? Efectivamente, se trataba del mafioso de Pamukkale. Se acercó a nosotros y nos saludo. Lógicamente le preguntamos con total indiscreción por el motivo de su estancia en Kusadasi. Con aire de capo siciliano nos respondió que debía ocuparse de unos negocios, mientras torcía la cabeza hacia un lado frunciendo el ceño al tiempo que abría la boca emitiendo un chasquido con la lengua. Cuando se marchó debatimos sobre la cuestión decidiendo por unanimidad que aquel hombre pertenecía a la mafia, y si no andaba cerca.

David Nogales