Acabábamos de llegar a Galizano, un pequeño pueblecito de Cantabria con todos los atractivos necesarios para agradar a los turistas: un precioso entorno natural, una playa sin demasiada gente y algún que otro bar en el que poder repostar. Sólo faltaba un detalle, un alojamiento que no agotara en una sola noche el presupuesto de todo un viaje. Todo era un cuento de fantasía pero aquella noche Cenicienta tendría que dormir en la calle.
Nos acercamos hasta el único alojamiento visible. Era una enorme casa rural de piedra con un desgastado carro de madera en la entrada y un tapiz de flores decorando un extenso jardín. Tanta ornamentación apuntaba a un precio elevado por dormir. Efectivamente, hubiera dormido en una de sus elegantes camas rurales si no sintiera un fuerte apego por mis riñones; el precio de una noche ascendía a un riñón y medio, y sinceramente no sería el mismo sin parte de mi aparato urinario.
Tuvimos que tomar una decisión: es mejor castigar la riñonada durmiendo en el duro asfalto que perderla a cambio de un colchón y sábanas limpias. Necesité un trago para asimilar la situación. Los malos acontecimientos suelen pasar mejor por la garganta si los empujamos con un sorbo de cerveza fresquita. Mochila al hombro me arrastré hasta un bar cercano.
Mientras me apoyaba en la barra del bar bebiendo rubia espumosa a tragos cortos y pausados se produjo el milagro. Se acercó una camarera y en un tono confidencial pero amigable me dijo que si estábamos buscando alojamiento, ella podía ayudarme. Con voz amarga le repliqué que no tenía dinero para pagar una cama en el único hotel del pueblo. Ella respondió primero con una sonrisa y después aclaró que una amiga suya alquilaba habitaciones a un módico precio. Eso era mejor que dormir al raso. Aceptamos.
Nos dijo que esperáramos en la puerta del bar mientras localizaba a su amiga. Al rato apareció un hombre de mediana edad con un rostro que irradiaba una sincera bondad. Se acercó a nosotros y nos pidió que le siguiéramos hasta su casa que se encontraba a escasos metros. Una vez dentro nos percatamos de que aquel lugar no tenía en absoluto pinta de hotel y efectivamente no lo era.
Con un semblante de profunda preocupación nos confesó que había decidido alquilar habitaciones de su casa porque no tenía muchas más opciones para ganarse el pan. Toda su vida se había dedicado a la ganadería al igual que muchos de sus paisanos. Le iba bien hasta que la UE introdujo sus hocicos en la economía Cántabra, obligando a reducir el número de cabezas de ganado para equilibrar el mercado ganadero de los países de la Unión.
Después de dedicar toda su vida a las vacas se encontraba en plena madurez y sin una fuente de ingresos para el futuro. Se escuchó el ruido de una puerta y a continuación apareció una mujer con un pequeño retoñó entre sus brazos. Era la esposa de nuestro anfitrión y su pequeño hijo de unos meses de vida. Ya estaba lista nuestra habitación. Cogimos las mochilas y subimos hasta nuestro cuarto. Antes de cerrar la puerta nuestro anfitrión nos dijo que si queríamos podía enseñarnos los aledaños del pueblo. No lo pensamos dos veces, dejamos el equipaje y nos fuimos con él.
Nos llevó en coche hasta una montaña cercana, un precioso entorno cubierto por una densa capa de hierba verde de la que comía un pequeño grupo de vacas. – Esto es lo que nos queda hoy – dijo nuestro improvisado guía ocultando una visible preocupación – antes toda esta montaña estaba llena de vacas y ahora ya veis. Encima el ayuntamiento dice que hay que orientar la economía del pueblo al turismo pero son pocos los que se dejan caer por aquí, es un mal trabajo –
Después de enseñarnos algunos rincones impresionantes de la comarca regresamos de nuevo a su casa. Aquella noche me dormí preguntándome por el futuro que le depararía a nuestro angustiado anfitrión. El turismo se había convertido en la lluvia deseada de aquel ganadero convertido en anfitrión de un hotel improvisado. Por desgracia eran tiempos de sequía.
David Nogales