Cómo nos reímos la semana pasada con los comentarios sobre el guiri sonrosado y sus extravagancias por las tierras de España ¿verdad? Bien, ahora toca sonrojarse y reconocer nuestras experiencias como guiris en el extranjero. Dentro de nuestras fronteras nos sentimos fuertes y seguros porque dominamos nuestra lengua (afirmación pendiente de confirmar en algunos casos) conocemos los recovecos de nuestra cultura y sabemos identificar y evitar aquellos bares que cobran la copa de vino a precio de viñedo.
Mi primera experiencia como guiri profesional se produjo durante mi primera migración a la ciudad de Roma. Por algún extraño efecto climatológico, nada más posar mis pies en territorio italiano comencé a sudar como un niño de diez años después de pasar toda una tarde de agosto jugando al fútbol al calor de la solana. Con el sol recalentando mis pensamientos, la boca se me quedó más seca que la de un despertar con resaca en un festival de verano. Necesitaba agua urgentemente. Por suerte a unos metros había un supermercado y allí fui a por una botella de agua fresquita.
En un largo estante se acumulaban decenas de botellas de agua mineral de una decena de marcas distintas; cosa que jamás entenderé porque el agua es agua ¿o no? En fin, cogí una de color rosa, por que no dejo de ser un romántico, y nada más terminar de pagarla desenrosqué el tapón tan rápido como pude y di un trago tan generoso como si lo fueran a prohibir.
Tardé el mismo tiempo en beber el agua que en expulsarla por cada uno de los orificios de mi cabeza, incluso hubo una tentativa por las orejas. Aquella botella rosa contenía agua adulterada con gas. En España, el agua con gas es un producto en peligro de extinción sin embargo los italianos la beben como si fuera una grandísima idea mezclar el agua con el gas. Le doy la razón a Obelix cuando afirma que los romanos están locos.
Italia es el país de la pasta y de las pizzas, y precisamente ese fue el motivo que desencadenó mi segunda anécdota como guiri en el extranjero. Todo buen guiri que se precie debe comer el plato típico del país que se visita. En Italia hay que comer pizza, que es parecida a las nuestras pero sabe distinto seguramente porque hacen la masa empleando agua con gas.
Una noche fuimos a cenar a una pizzería típica donde el camarero, un joven napolitano, hablaba un sucedáneo de italiano difícil de entender. Además, el napolitano no entendía nuestro castellano y resultó complicado comunicarle los ingredientes. Yo fui un guiri listo y señalé la pizza que estaba comiendo una pareja pero Henar, mi inseparable compañera de viaje, recordó la única palabra italiana que conocía gracias a las pizzerías de su barrio: peperoni.
En España, el peperoni es esa especie de chorizo de cantimpalo; al menos así lo interpreta la pizzería que considera que el secreto está en la masa y no en el agua con gas.
Primero trajeron mi pizza con una pinta excelente y después trajeron el aborto culinario de Henar: una masa circular con queso coronada con cuatro trozos diminutos de pimiento verde. En Italia peperoni significa pimientos así que algún ingeniero de la mercadotecnia española decidió que en lugar de llamar al chorizo por su nombre debían sacarse de la manga una palabra italiana chula. Gracias a esta decisión los guiris españoles que visitan Italia quedan como verdaderos estúpidos cada vez que piden una pizza de peperoni.
Lo único que mereció la pena de esta situación fue la cara que se le quedó a Henar cuando pusieron debajo de sus narices aquella pizza horrible. Casi desfallezco de la risa porque ¿cómo le dices al camarero que ahora no te gusta lo que has pedido? El camarero trajo lo que henar pidió: una pizza de peperoni. La único que quedaba por hacer era apretar dientes y comerse aquello.
David Nogales