A escasos quince kilómetros de la preciosa ciudad polaca de Cracovia, se encuentra un yacimiento salino que se conoce internacionalmente como mina de sal de Wieliczka. Por vuestra propia salud, absteneos de pronunciar el nombre de la mina para evitar que se os haga un nudo en la lengua. Yo me curé en salud y rebauticé aquel lugar como Mina de Moria, básicamente porque hacía poco tiempo que había visto la película del Señor de los Anillos y en el panfleto de la entrada se podía ver un enano con cota de malla.
Tomamos un tren desde Cracovia y nos plantamos en Wieliczka en pocos minutos. Como preguntando se llega a Roma, empleamos esta ancestral técnica para localizar la entrada de la Mina, que se encontraba en una plaza infestada de pájaros negros de aspecto siniestro. Pagamos la entrada al recinto y bajamos los más de seiscientos escalones que separan la salida de la primera galería de la mina.
Los polacos son más sabios de aparentan ser, y no porque se desayunen medio pollo asado con una pinta de cerveza, sino porque saben cómo sacar partido a las viejas construcciones de sus antepasados. Lo hicieron con Auschwitz – Birkenau y también lo han hecho con esta vieja mina que ha sido explotada desde el siglo XIII.
A medida que nos íbamos adentrando en las entrañas de la tierra, la temperatura iba descendiendo hasta mantenerse estable en los 14 grados. Esto lo aprendí en una ruta de espeleología: la temperatura en una cueva se mantiene estable tanto en invierno como en verano, así que independientemente de la fecha en que visitéis esta cueva, no se os olvide llevar una chaqueta de manga larga para evitar un largo trayecto luciendo piel de gallina.
¿Y qué puede tener una vieja mina abandonada para que miles de turistas la visiten años tras año? Pues sal, esculturas de sal, lagos de sal, relieves de sal, una iglesia de sal y un auditorio de sal. Acostumbrado a ver la sal en forma de diminutos cubos cristalinos sobre mis platos de ensalada, jamás hubiera pensado que se pudiese esculpir un bloque de sal como si se tratase de mármol. Eso sí, el resultado es espectacular.
Algunas de las esculturas que se reparten por la mina fueron talladas por los mismos mineros durante su tiempo de descanso, otras fueron encargadas a diversos artistas para la exposición de la mina. De todas las estancias, la más espectacular es la capilla de la virgen de Kinga, íntegramente tallada en sal con numerosos detalles también esculpidos sobre este mineral e iluminada con voluminosas lámparas que otorgan a la estancia un aspecto sobrecogedor.
De entre las esculturas y relieves que revisten las paredes del templo, resalta una réplica de la última cena del renacentista Leonardo da Vinci, y como no, la escultura de la virgen Bienaventurada de Kinga que es una de las que mayor fervor religioso despierta entre la población polaca.
Llegados a este punto de la visita, necesité comprobar personalmente si todo aquello estaba hecho de sal o era un montaje de plastiquete. Aprovechando que el guía estaba dando un aburrido discurso sobre las propiedades curativas de la sal, me escurrí hasta una esquina y di un lametón a la pared. Efectivamente todo estaba hecho de sal, incluso el suelo que estaba esculpido en forma de plaqueta. Por cierto, que no fui el único que lo hizo, parece ser un comportamiento generalizado entre los turistas que visitan la mina.
Como en todos los museos, la visita concluyó en una tienda de souvenirs donde casi nadie compra nada, aunque fui tentado por una lámpara de sal rosa que parecía pronunciar mi nombre. Salimos de allí en ascensor, menos mal, porque no quiero imaginar qué hubiera sido de mí si la única salida hubieran sido los seiscientos escalones que bajé al entrar.
David Nogales