Una de las actividades clásicas de Turquía que sorprende a todos los turistas es visitar un baño público. Escondido en una esquina o en mitad de una plaza, estos urinarios son un chorreo económico: cada vez que el cuerpo siente la llamada de la naturaleza, el bolsillo debe aflojar una cantidad variable que va de una Lira a cincuenta Kurus. La única satisfacción es saber que el dinero se lo lleva una persona humilde. Los encargados de los urinarios suelen ser gente con pocos recursos que se ganan el pan manteniendo limpios estos baños.
Acabábamos de llegar a Kuçadasi, después de haber visitado la histórica ciudad de Éfeso. Mientras caminábamos por el centro urbano de la localidad, Henar, mi inseparable compañera de viajes, sintió ganas de hacer eso que hacen las mujeres de dos en dos. Con una aceleración de uno a cien en un segundo, el organismo de Henar parecía tener prisa por deshacerse del lastre.
Afortunadamente a pocos metros se encontraba un WC y nos dirigimos allí a toda prisa. Como si se tratase de una discoteca, en la puerta del WC había cuatro personas: una mujer mayor, dos muchachas y un jóven. En Kuçadasi el precio de la micción era de 75 kurus, un precio que no pareció gustar a Henar porque recriminó al “puerta” el precio excesivo de la entrada.
Durante una semana, nos habíamos acostumbrado a regatear por todo, entonces ¿por qué no regatear el precio de una sesión de WC? Henar se dirigió a la persona encargada de velar por el orden en los lavabos públicos y trató de arañar unos centimillos pero no sirvió de nada. Los encargados de aquel retrete eran un grupo de gitanos serbios que no estaban dispuestos a ceder ni un centavo en el precio del excusado.
La situación debió hacer gracia a los gitanos o sencillamente tenían ganas de charlar, de cualquier modo, sin saber muy bien cómo, terminamos sentándonos a las puertas del WC para charlar con ellos. La mujer de mayor edad, ataviada con una falda larga y un pañuelo cubriendo su cabeza, sacó unas sillas y nos sentamos en círculo.
La situación se volvió un tanto esperpéntica porque nosotros no sabíamos turco y ellos no sabían castellano, inglés ni francés. La comunicación se basó en gestos y mímica. El juego resultó ser más efectivo de lo que pensamos en un principio porque conseguimos saber que eran gitanos, que salieron hace algunos años de Serbia y que eran familia.
Nos dijeron que estaban esperando al cabeza de familia para cerrar el chiringuito y marcharse a casa. Mientras tratábamos de comunicarles a qué nos dedicábamos en España, observé que una de las muchachas no quitaba ojo a Juantxu, mi otro compañero de viaje, mientras cuchicheaba con la otra chica. Juan, rubio y con ojos claros, debió parecerle un verdadero Don Juan. Y en España lo sería si no acudiese a las citas en chandal, a pesar de los pesares es una gran personalidad que merece una especial atención.
Como no podía ser de otro modo, estas miradas no pasaron desapercibidas y se convirtieron en el centro de la conversación. La chica era la sobrina de la mujer de mayor edad que comenzó a insistir en que Juan se llevara a la muchacha a España para casarse. Aunque el tono de la conversación era en clave de humor, la muchacha parecía encantada con la propuesta de matrimonio.
Cuando la conversación se había convertido en risas y mofas, aparecieron dos hombres morenos de unos cincuenta años. Uno de ellos era el esposo de la mujer y el otro era el padre de la pretendiente de Juantxu. Nada más entrar en escena, a la mujer le faltó tiempo para comentar al padre de la muchacha que Juan la quería por esposa.
El hombre puso cara de póker, arqueando ligeramente la ceja y sin meditar demasiado respondió negativamente. Al tiempo que negaba con la cabeza señalaba con sus manos la barba que lucía nuestro amigo Juantxu. Se oponía al matrimonio porque Juan llevaba barba. Estuve a punto de desfallecer de la risa, contemplando la cara de Juan ante las críticas de su posible futuro suegro.
En condiciones normales eso hubiera sido una justificación pero cuando la crítica viene de un tipo desaliñado, con el pelo graso, los bajos de los pantalones roídos y la camisa llenita de manchas, todo es más desconcertante. Además el hombre arrugaba la cara como si le ofendiera terriblemente la perilla de Juan.
Aquí termino nuestra agradable conversación de mímica. Tras el rechazo, la familia al completo se subió a un camión para retirarse a su casa y nosotros nos quedamos dando vueltas por Kuçadasi. Por cierto, Juan sigue siendo un solterón de oro, aunque todos esperamos que encuentre pronto su media naranja.
David Nogales