Problemas alimentarios de un viajero desinformado

8 marzo, 2010

comida

Viajar con escasos recursos es una opción que permite conocer mundo a costa de sacrificar importantes comodidades como dormir en un buen hotel o comer en un restaurante. He viajado privándome de muchos lujos pero sin dejar de disfrutar. Eso sí, he pasado más hambre que el perro de un ciego y no porque no me pudiese costear un bocadillo sino por despistado.

Lo primero que se me viene a la mente es la penuria que pasé en el trayecto de Estambul a Termoli, en Italia. Durante mi estancia en Estambul sobreviví a base de kebabs de pescado, pollo y cordero. Por aquel entonces costaban unos sesenta céntimos y además están realmente buenos. Antes de abandonar Estambul, compré en un supermercado un bote de judías verdes, una lata sorpresa y una lata de hipotético tomate frito. En la etiqueta aparecían unas cosas rojas al lado de una sartén con salsa roja, todo apuntaba al rico tomate.

El recorrido fue demasiado largo con escala en Tesalónica, Kalambaka y Bari. Ciertamente no pasé ninguna penuria en Grecia ya que durante el trayecto de tren de Estambul a Tesalónica me alimenté a base de bocadillos y en Kalambaka preparamos un arroz a la cubana en mitad de la plaza central de la ciudad. Son las ventajas de viajar con hornillo de gas.

Los problemas comenzaron en el trayecto en ferry que nos debía dejar en Bari, Italia. El recorrido es muy largo, unas diez horas, y sólo tenía los botes y latas que había comprado en Estambul. Cuando llegó la hora de la cena, saqué la lata sorpresa. La compré únicamente porque me llamó la atención la fotografía del envase: una especie de rollitos de arroz rodeados de una fina capa de algo verde ¿Quién se resistiría?

simits

Mi consejo es que no debéis comprar nada por la foto porque engaña. Cuando abrí la lata sorpresa observé con desagrado que la capa que rodeaba al rollito estaba hecha con una hoja de parra y el olor que desprendía no era precisamente saludable. Aun así, le hinqué el diente para comprobar que el aspecto no engañaba: aquello sabía a rayos. Una terrible mezcla de pescado salado con olor a algas en estado de putrefacción.

Cuando aquella masa viscosa entró en contacto con mis papilas gustativas, mi organismo reaccionó con un espasmo generalizado que terminó en una violenta arcada. Esa lata sorpresa es la responsable de los escalofríos que me recorren el cuerpo cada vez que contemplo una parra. Aquella noche no cené, ni pude desayunar al día siguiente porque nada más llegar a Bari tomamos un tren con destino a Termoli, una localidad costera bañada por el Adriático.

Cuando por fin llegué al hotel, lo único que fui capaz de hacer con destreza fue estirarme en la cómoda cama y echarme a dormir. Después de tantas horas ininterrumpidas de viaje había perdido hasta  la facultad de hablar.

Me despertó el rugido de mi estómago, enfurecido por la desatención de las últimas horas. Me acordé del bote de judías verdes y la lata de hipotético tomate frito. Aunque no me seducía demasiado la idea, era lo único que podía comer. Salí al balcón del hotel y preparé el hornillo para calentar las judías con tomate. Cuando abrí el bote de supuesto tomate frito, un hedor extraño se coló en mis fosas nasales, advirtiéndome de que algo no marchaba bien.

 martagala

Con el hambre pellizcándome el estómago, di un primer bocado a aquel mejunje. Cuando el tenedor entró en contacto con mi lengua, brotaron de mis ojos dos enormes lagrimones, similares a los que asoman cuando alguien te tira de las orejas. Comprobé con desagrado que en realidad aquella salsa no era de tomate, era una pasta de picante en estado puro. Sólo los turcos podían hacer una salsa de guindilla roja y sólo Marcus podía ser capaz de comerse ese puchero infernal a sabiendas del caos estomacal que iba a organizar.

Echando memoria, creo que aquella comida ha sido la más desagradable de toda mi vida. Seguramente os preguntaréis por qué no tiré aquel horrible revuelto y salí a comprar algo por ahí. Pues bien, simplemente porque no me quedaba más dinero. Así que engullí sin respirar todo lo que pude, como un niño chico que come puré de verduras con pescado. Tenía muchísima hambre y aquel plato de judías con picante parecía calmar mi voracidad al mismo tiempo que hacía saltar las alarmas de mis esfínteres.

No os voy a relatar las consecuencias de aquella ingesta porque me acusaríais de indecoroso, pero podéis haceros una idea de los efectos secundarios del plato de nouvelle cuisine picante que mi despiste sacó de la manga. Aunque han cambiado un poco las cosas desde entonces, no puedo decir que mi alimentación en los viajes haya mejorado, no hay más que recordar el efecto Kokoreç que adquirí en mi última salida.

David Nogales