El viaje tuvo un comienzo extraño. Habíamos cogido un avión desde Madrid a Hondarribia a unas horas intempestivas. Era tan temprano que, o no me fijé, o el alcalde aun no había puesto las calles de Madrid. Sin saber muy bien cómo, me encontraba sentado en un autobús dirección a San Sebastián. Cuando desperté, estaba al pie de un camino que debía conducirnos a un albergue en lo alto del Monte Ulía.
El ascenso al Monte Ulia se convirtió en un infierno. Me sentía como cuando de niño mi madre me obligaba a vestirme y a desayunar para ir al colegio. Tenía sueño y no quería caminar, estaba frustrado porque mi idea era conocer la ciudad de Donosti, sus calles, playas y edificios emblemáticos, no completar una ruta por el campo. Además, el peso de la mochila que colgaba de mi espalda parecía aumentar con cada paso.
Como es costumbre en este tipo de situaciones, comencé a maldecir: ¿de quién había sido la idea de montar un albergue en lo alto de un cerro? Estaba tan entretenido blasfemando que desaproveché la oportunidad de contemplar la belleza natural que me rodeaba. Sólo quería llegar al albergue y dejar la mochila.
Realmente no recuerdo cuánto tiempo invertimos en el ascenso pero a mí me pareció eterno, me hice un poco más viejo. Al fin habíamos llegado al albergue, podría dejar el macuto y tirarme en la cama como una alfombra persa. Con los ojos de emoción que solía poner Heidi cuando se encontraba con su abuelito, corrí hasta la entrada del albergue para comprobar con furia que estaba cerrado. Lancé un graznido que ahuyentó a todas las aves del monte. Este no era un buen comienzo.
Dicen que del amor al odio no hay más que un paso; lo mismo debo decir del odio a la depresión. Después de haber proferido toda clase de improperios con toda la ira que pude acumular, me derrumbé como un niño chico. Saqué el cuaderno de notas para ver cuál era el albergue más cercano y comprobé con desazón que se encontraba al otro extremo de la ciudad. Me bloqueé.
Los dioses debieron escuchar mis plegarias porque me enviaron par de ángeles, bueno, en realidad me mandaron a una pareja de asturianos que se habían encontrado con el mismo panorama que nosotros. Me acerqué a ellos por si conocían algún lugar más próximo donde poder descansar. Me aconsejaron justamente el albergue que acababa de ver en mi cuaderno. Ya que no había mucho más que hacer, pusimos en común nuestras protestas contra este mundo injusto y al despedirnos soltaron la pregunta del millón: ¿queréis que os acerquemos al otro albergue en coche?
Esto empezaba a cambiar. Aunque nuestro primer contacto con la ciudad de San Sebastian había sido un poco áspero, parecía que las cosas se iban suavizando. El descenso en coche me supo a gloria divina. En quince minutos, había pasado de la desesperación a la alegría de estar en la puerta de un albergue en el que poder descansar un rato.
Nos despedimos de la amable pareja de asturianos dándoles las gracias y entramos en el albergue. El destino nos estaba esperando disfrazado de sota de bastos. Reservamos una magnífica habitación compartida, entregamos nuestros carnets de alberguistas internacionales y fue en ese momento cuando el destino aprovechó para descargar su garrote contra nuestras cabezas: los carnets habían caducado.
Un nuevo problema se añadía a la lista de desdichas que habíamos estrenado por la mañana. Convencimos al recepcionista para que nos permitiese dejar las mochilas en el albergue y nos dirigimos al Ayuntamiento de San Sebastian. Así escrito parece que todo fue como la seda, pero no. No conocíamos la ciudad y estuvimos yendo de un sitio a otro hasta que dimos con el consistorio. Por suerte llegamos antes de que cerrasen y pudimos sacarnos el carnet de alberguista. Retorno al albergue.
La mañana se había pasado volando y ya era la hora de comer. Yo sólo quería dormir. Me arrastré a la habitación, una de esas que se comparten con diez personas y que tienen más pinta de casa del Gran Hermano que de alojamiento.
Nuestros compañeros de habitación tenían pinta de haber dormido lo suyo y estaban derrochando energía como si fueran un colectivo de niños hiperactivos con sobredosis de cafeína. Me dio igual, me metí en el sobre y antes de que mi cabeza tocase la almohada ya me había quedado dormido. Fue un inicio de viaje más duro de lo que había pensado, aun así mereció la pena.
David Nogales