El sendero que lleva a Frumales

11 febrero, 2010

sendero

La ciudad tiene todo lo necesario para saciar el voraz apetito de sus ciudadanos a cambio de incrementar nuestros niveles de estrés. Precisamente cuando nuestras cotas de ansiedad se posicionan en la cima, muchos de nosotros decidimos acudir a aquellos espacios donde la paz y el sosiego marcan la vida diaria. Ese es nuestro uso de los espacios rurales: un bálsamo de tranquilidad que palia nuestras ajetreadas vidas urbanas.

Mi nivel de estrés había adquirido unas proporciones colosales y comencé a sentir la llamada del campo. Aire puro, viento fresco, buenos alimentos y calma, mucha calma. Abrí un mapa de España en Internet y comencé a buscar un punto remoto en el que poder descansar unos días. Lastras de Cuellar, una pequeña población segoviana situada en un extenso pinar parecía darme la solución a mis problemas.

Cuando llego a un nuevo destino tengo la costumbre de preguntar a los autóctonos sobre lugares con encanto o rutas que merezcan la pena. Con ese fin acudí a un bar del pueblo, donde se habían reunido algunas personas.

pinar

Sabía que existía un camino a través del pinar que conectaba Lastras de Cuellar con un pequeño pueblo llamado Frumales. En esta pequeña aldea viven los abuelos de Henar, mi inseparable compañera de viajes. Era una buena idea hacer una visita a los parientes. Pregunté al camarero por el camino, y con ese tono que suelen poner los actores en las películas de terror nos dio algunas referencias y nos advirtió de la presencia de lobos en la zona. Era menester extremar precauciones.

Seguimos las pautas del camarero. Se podía ver un sendero de fina arena que se perdía en el horizonte. Resultaba curioso caminar por arena de playa a cientos de kilómetros de la costa. La única explicación posible es que aquel lugar hubiera estado invadido por el agua hace más años de los que recuerda la memoria humana.

Aquel trayecto no nos debía suponer ningún problema, el terreno era llano y el sendero estaba bien marcado. Al cabo de veinte minutos de caminata, el rastro del sendero se fue difuminando. Nuevas ramificaciones partían de nuestra senda y no teníamos más indicaciones. Para dramatizar más la escena una fina lluvia comenzó a golpearnos las cabezas.

arenal

En un momento dado escuché un aullido. Mi aprensión hizo el resto: los lobos. Comencé a mirar en derredor en busca de una hipotética manada salvaje. Lógicamente me entró miedo. Entre los pinos conseguí ver un grupo de cánidos, unos seis o siete. Hice lo posible por contener mi esfínter cuando me percaté de que la manada se estaba acercando a nosotros. Cuando se aproximaron lo suficiente, justo antes de sufrir un ataque de pánico, me di cuenta de que aquella manada estaba compuesta por perros callejeros abandonados y no por fieros lobos. Me sentí ridículo.

Continuamos andando. La arena del suelo parecía absorbernos y la incesante lluvia hacia nuestros pasos más densos. Ya me veía llamando a las autoridades locales para que nos enviaran un helicóptero. Llevábamos andando más de dos horas y sólo veíamos pinos diseminados por el horizonte, ni rastro de Frumales. Comenzamos a pensar que estábamos perdidos en mitad del pinar.

Fueron cuatro horas interminables de caminata que harían tiritar de cansancio hasta al más aguerrido de los fondistas de marcha. Me encontraba francamente exhausto con el añadido del miedo por saberme perdido. Pero como suele suceder en este tipo de situaciones, cuando menos se espera aparece el rayo de esperanza: habíamos encontrado un cartel indicándonos que el pueblo estaba a unos minutos.

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Aligeramos el paso y efectivamente encontramos las primeras casas. En la letanía, dos pequeños bultos se acercaban hacia nosotros, eran los abuelos de Henar. Felices por haber salido de aquel laberinto de arena de playa y pinos, nos encaminamos al calor de la estufa de leña. La caminata concluyó frente a un plato de chorizo con huevos, un manjar que me supo a gloria.

Mientras reponíamos fuerzas, los abuelos nos contaron algunas historias de gente que se había perdido en el pinar. Es algo más común de lo que parece, ya que no hay demasiadas referencias. Me sentí menos estúpido, no era el primero ni el último que se perdía en aquel pinar. Por cierto, la vuelta a Lastras la hicimos en coche, nada de andar.

David Nogales