El nordeste de Brasil es una inmensa extensión semidesértica, que sufre frecuentes sequías y en la que impera una vegetación llamada caatinga, formada por plantas adaptadas a las duras condiciones climáticas. Sin embargo, al recorrer el Estado de Bahía, a unos 400 kilómetros hacia el interior de Salvador, surge el milagro. Un perfil rocoso, de imponentes montañas cortadas a pico, destaca en el horizonte. Y el agua empieza a manar.
Es la Chapada Diamantina, una meseta cortada por profundos valles que encierran, en su interior, un mundo completamente diferente de todo lo que lo rodea, poblado por una exuberante vegetación. Algunas imponentes cascadas (de varios cientos de metros de caída) se precipitan por los cortados levantando nubes de vapor de agua que parecen columnas de humo.
Las montañas están horadadas por grutas que todavía esconden muchos secretos y que, en ocasiones, guardan lagos subterráneos con aguas de colores irreales. En la espesura habitan venados, monos y algún jaguar.
La puerta de acceso a este universo extraño y hermoso es Lençois, una pequeña población que brotó de la nada en el siglo XIX cuando se descubrieron diamantes en la serranía cercana. De ese tiempo se conserva un conjunto urbano de casas de brillantes colores y calles de adoquines, en la que ahora abundan los pequeños hoteles y las agencias de viaje que permiten disfrutar de esta comarca.
Durante décadas un sistema de minería muy destructivo se cebó sobre la comarca. Sin embargo, en zonas de difícil acceso, en lo más profundo de la chapada -meseta- pervivió un mundo natural que ahora está protegido, desde 1985, como parque nacional.
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