Estambul, Turquía. Era demasiado temprano para reflexionar sobre las bellezas de la vieja Constantinopla. Los rostros hinchados por el sueño reciente y los últimos retazos del relente nocturno sólo permitían Experimentar una confusa sensación de desorientación fría. Tomamos el tren que debía llevarnos a Grecia, a la ciudad de Tesalónica, Quedaban por delante catorce interminables horas amenizadas por furtivos piscolabis a base de embutido y cerveza tibia.
Llegamos a Salónica Con las articulaciones agarrotadas, nos hubiera venido bien una rociada de tres en uno pero no había tiempo. Nos encaminamos a la estación de autobuses para tomar uno que nos llevara a Kalambaka, una localidad próxima a Meteora: La ciudad de los Monasterios suspendidos en el cielo.
Desayunamos en el suelo de la estación. Nuestros cuerpos cansados y desaliñados podían confundirse perfectamente con el de las alfombrillas de bienvenida que cualquier casa decente dispone frente a la puerta de entrada. Vino el autobús, un pedazo de metal con ruedas y ventanas.
Al subir, me fijé en unas bolsas de papel acartonado de color marrón que sobresalían de los respaldos de cada asiento. – ¿Para qué necesitaremos esas bolsas?, ¿Para guardar el sándwich del almuerzo? – Me pregunté. Pues no, nada más lejos de la realidad. Aquellas bolsas estaban allí dispuestas para guardar en ellas algo mucho más escatológico.
El autobús arrancó. Al poco tiempo nos encontrábamos subiendo por la falda de una montaña que ofrecía unas vistas espectaculares. Desde la cima, los árboles parecían diminutos arbustos de un Belén de Navidad. Me giré y me dije a mis compañeros de viaje: -Va a ser bonito este trayecto … – Inocente.
Tras la llegada a la cima vino el descenso. Los árboles volvían a sonvertirse en gigantes verdes con decenas de rígidos brazos. Sin tiempo para degustar el nuevo paisaje, el autobús volvió a tomar una pendiente ascendente que conducía hasta la cima de otra montaña que más tarde descendería para encarar una nueva pendiente.
Coco hubiera aprovechado la ocasión para enseñar a los más pequeños la diferencia entre estar arriba y abajo. Durante tres cuartos de hora el autobús subió y bajo montañas, dando vueltas y más vueltas como un derviche turco. Las exclamaciones por la belleza del paisaje se fueron extinguiendo como una fogata sin oxígeno hasta alcanzar un silencio absoluto. Sólo se escuchaba el sonido del neumático rodando sobre el asfalto.
Las caras de los pasajeros se volvieron amarillas, del mismo tono que el compañero inseparable de Epi, el malhumorado Blas. Con tanta vuelta y tanto ascenso y descenso, comencé a sentirme mareado. El resto de viajeros compartía esta sensación a la vista de sus rostros, con muecas forzadas que expresaban un sincero malestar.
El denso silencio que inundaba el autobús se vio repentinamente interrumpido por una violenta exclamación gutural que provenía del primer asiento del autobús. Una joven acababa de vomitar. De algún de modo, todo el autobús esperaba que alguien terminara regurgitando el almuerzo; al fin y al cabo todos padecíamos náuseas. El estallido de la joven provocó una carcajada generalizada. Incautos.
En realidad, aquella chica acababa de abrir la caja de Pandora. A los pocos minutos, un niño de unos dos años que sentaba en la parte de detrás del autobús comenzó a llorar y acto seguido emuló a la joven. Durante el resto del trayecto el pequeño intercaló el llanto con las violentas contracciones abdominales, emitiendo sonidos curiosos que terminaron arrancando más de una sonrisa.
Tras el niño, una nueva víctima de la náusea daba rienda suelta a su organismo. Poco a poco, Aquellas bolsas de papel acartonado de color marrón fueron desapareciendo de los respaldos para ser utilizadas por los viajeros. Cuando llegamos a Tesalia, muy pocos habían podido hacer frente a los mareos. Yo resistí aunque me encontraba completamente agotado. Era de noche y terminamos durmiendo en una pequeña sala de una estación de tren. Mientras me dormía pensé: Sin duda, este es el viaje más escatológico que he hecho en mi vida.
David Nogales