En Split, emulando a J.F. Kennedy

16 diciembre, 2009

 atardecersplit

Split, Croacia. 14:00 horas. Desde nuestra llegada a Croacia el peor enemigo con el que tuvimos que lidiar fue el sol. En esta región del Adriático el astro rey no muestra ninguna piedad: desde que sale hasta que se esconde azota cruelmente las coronillas de los peatones imprudentes que no cubren sus cráneos. Atormentados por el calor, nada más poner los pies en Split corrimos hacia el mar del mismo modo que lo hacen las pequeñas tortugas de las Galápagos nada más romper el cascaron.

Al llegar a la playa me quedé fascinado ante la belleza del entorno. Sobre un mar verde cristalino flotaban en el horizonte un conjunto de escarpadas colinas cubiertas por un manto de frondosa vegetación. Se trataba de pequeñas islas, algunas de ellas vírgenes y desiertas, a las que se podía acceder con una pequeña embarcación. A falta de recursos me tuve que conformar con la hermosa estampa visual de aquellos pequeños paraísos.

Continuamos avanzando hasta una pequeña cala desierta resguardada por esbelto acantilado. Frente a nosotros, a unos trescientos metros se encontraba una de aquellas islas paradisíacas. Supongo que el Edén que describe la Biblia debe ser similar a este rincón de Split.

El estruendo de mi enojado estómago acabó con el momento onírico. No había probado bocado desde las 7 de la mañana y hacía ya bastante tiempo que la hora de la comida había pasado. En la mochila había pan, tomate y jamón serrano. Un almuerzo de gourmet para el que sólo faltaba un par de dientes de ajo. Sin embargo, todo es posible en el vergel del Edén y al alzar la mirada me quede estupefacto: sobre el suelo había dos dientes de ajo.  Increíblemente en aquella cala había ajos silvestres. Hasta ese momento creía que los ajos crecían de la nada en mallas de plástico de color rojo.

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Con el estómago lleno y emocionado por todo lo que iba encontrando a mi paso, decidí inspeccionar la zona. Albert, uno de mis compañeros de viaje, se apuntó a la aventura mientras el resto del grupo se decantaba por una siesta reparadora. Como un par de niños traviesos comenzamos a trepar por el acantilado para llegar a la cima.  Si aquel rincón era bello a ras de suelo, la vista desde las alturas no era menos reconfortante. El ascenso había merecido la pena.

Continuamos avanzando por la cima del acantilado hasta llegar a un saliente. El mar se extendía bajo nuestros pies a una altura de unos veinte metros, aunque a nuestros ojos aquella distancia pareciera la que separa el cielo y el infierno. Albert y yo nos miramos con ese brillo malévolo que sólo los niños y los adultos con síndrome de Peter Pan tienen. Al unísono recitamos la pregunta del millón: ¿saltamos?

Aquellos veinte metros parecían demasiado  y aunque nos seducía la idea de saltar al mar desde el acantilado, el miedo se había apoderado de nosotros. Fue en ese instante cuando Kennedy salió a colación. Cuando el fallecido expresidente americano era pequeño solía corretear campo a través con su grupo de amigos. Si en la carrera topaban con un muro alto tiraban sus gorras al otro lado para obligarse a saltarlo. Esa era la solución. Albert se quitó las sandalias y las tiró al mar, yo hice lo mismo.

Nos quedamos unos minutos mirándonos en silencio esperando a que uno de los dos tomara la iniciativa. Por suerte para mí las chanclas de Albert estaban siendo arrastradas por la corriente alejándose del acantilado. Sin pensárselo, saltó con los brazos en cruz chocando sonoramente contra la superficie. Cuando asomó la cabeza dió un grito de entusiasmo. Eso me animó y salté.

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Los veinte metros que me separaban del mar se hicieron eternos. Mientras caía comencé a sentí ese revoltoso hormigueo en el estómago que se experimenta en una montaña rusa. Choqué contra el mar hundiéndome a unos tres metros de profundidad. Ese salto me había teletransportado a mi más tierna infancia.

A lo largo de la tarde repetimos el salto unas cuantas veces más, quizás demasiadas, porque al término de la jornada nos dolían las plantas de los pies al caminar. Aun así, mereció la pena soportar ese ligero dolor a cambio de habernos vuelto a convertir en niños aunque fuera durante una par de horas.

David Nogales