Para encontrar la Melilla modernista hay que fijarse en los detalles delicados, en las forjas primorosamente trabajadas, en las puertas que esconden, detrás de la sobria madera, algún elemento que las adscribe a este movimiento refinado.
Desde principios del siglo XX, Eduardo Nieto trabajó durante años al servicio del Ayuntamiento, en el que, como curiosidad, cabe señalar que diseñó edificios modernistas para las distintas religiones presentes en la localidad: la sinagoga, la Mezquita Central y varias construcciones de la Iglesia Católica.
La creciente industrialización favoreció el desarrollo urbanístico, que pasó a estar influido a un tiempo por la racionalidad en el trazado y la creatividad de las corrientes modernistas llegadas de Cataluña. La burguesía dejó en las calles melillenses su estampa, aquella que le sirvió para definirse frente a las antiguas clases dominantes.
Frente a la regularidad y ordenación racional de sus calles, sus edificios modernistas: alteración de las líneas compositivas clásicas, riqueza floral, animales y rostros de mujer adueñándose de las fachadas, colores marrones y cremas…
Y en ese atrevimiento logró convertirse en la segunda ciudad modernista de España tras Barcelona. Si en ella conviven religiones y culturas, también lo hacen estilos, pues aunque el Modernismo ha aprendido a compartir protagonismo con el art-decó, el historicismo o la arquitectura esgrafiada.
La céntrica Plaza de España es un lugar perfecto para iniciar el paseo. Saliendo de allí, el parque y la avenida de Juan Carlos I nos van descubriendo decenas de fachadas monumentales, desde las más ambiciosas, como el edificio Reconquista o la Casa de los Cristales, hasta aquellas en las que el Modernismo es sólo un leve ensueño.