Madrid, España. El día seis de enero, un grupo de virus rebeldes se habían hecho fuertes en la región pulmonar. La alianza de leucocitos nada pudo hacer contra las hordas víricas que consiguieron desbordar la línea maginot estratégicamente emplazada por los altos mandos de la defensa corporal. Marcus caía irremediablemente enfermo mientras contemplaba con congoja un par de billetes de avión que debían llevarle en tres días a la capital de Escocia. Un lagrimón resbalaba lentamente por su mejilla.
El frío y la nieve fueron los protagonistas de aquel mes de enero y la tómbola del tiempo había pronosticado glaciales temperaturas para la noche de Reyes. Los expertos aconsejaban dejar caldo caliente bajo el árbol de navidad para que los camellos pudiesen entrar en calor. Yo no les dejé nada, así que en lugar de carbón me regalaron una gripe invernal de las que quitan el aliento. Me hubiera dado completamente igual si no hubiera comprado billetes de avión para Edimburgo.
Durante tres largos días aplique sobre mi cuerpo todo tipo de curas de la abuela: antigripales para caballo, vasos de leche hirviendo con miel y limón, baños calientes, inhalaciones de eucalipto y vick vaporubs con mentol, en el cuello, en el pecho y en la espalda. No sirvió para nada. Mientras me hinchaba a remedios contra la gripe también me inflaba a fumar como un carretero. El efecto choque prolongó mi estado febril.
El día del viaje decidí embutirme en una coraza de ropa de abrigo para conservar el calor y tratar de pasar desapercibido durante el embarque. Me colé en el avión pero nada me aseguraba que no fuera a pasar el resto de mi viaje metido en la cama con un termómetro en la boca y una bolsa de hielos sobre la cabeza. Los gérmenes invasores estaban ganando la batalla.
Tengo la costumbre de respirar profundamente cada vez que llego a un nuevo destino. Es la forma que tengo de entrar en contacto con el nuevo país, tratando de percibir su olor. Fue una mala idea. El aire frío de la capital escocesa entró en mis pulmones golpeándolos como si fuesen un par de punching balls. Lo primero que aprendí de Edimburgo es que respirar duele y hace toser con violencia.
Durante el trayecto hacia el centro de la ciudad observé los muros enmohecidos de los edificios y la humedad que flotaba en el ambiente, y supe que mi gripe no iba a mejorar. El frío de Edimburgo hacía que Madrid pareciese estar en primavera. Al bajarme en la mitad de Princess street la pertinaz climatología se encargó de darme la bienvenida: dejé de sentir la nariz y las orejas; a los cinco minutos perdí la sensibilidad de los dedos de la mano.
Narcotizado por el proceso febril, traté disfrutar del paisaje urbano de la Royal Mile, la arteria principal de la ciudad, pero era una misión imposible. En mi mente se dibujaba el esbozo de una cama blandita cubierta por un edredón nórdico. A pesar de los pesares me mantuve en pie hasta bien entrada la madrugada.
Los escoceses, gente amable y atenta durante el día, mutan al caer la noche bajo el influjo de las pintas de cerveza. Eso me hizo pensar en el verdadero origen de la novela de Robert Louis Stevenson, el doctor Jekyll y Mister Hide. El silencio y las sonrisas se convierten en gritos, borracheras y peleas.
Borracheras aparte, hubo un detalle que me impresionó sobremanera, mientras mis lagrimones febriles se helaban con el relente nocturno, las jóvenes escocesas pasean por la calles en camisetas de tirantes y faldas cortas mostrando su piel sonrosada por el frío. Es curioso, sobre todo porque por la mañana esas mismas mujeres salen completamente abrigadas y más curioso es que la gripe que me estaba devorando no les afectase para nada.
Entonces tuve una reflexión reveladora: en Edimburgo hace tanto frío que no sobreviven ni los gérmenes. Con esa impactante visión de los torsos femeninos descubiertos en pleno invierno escocés, me retiré al fin a mis aposentos para morir con dignidad. El tacto de las sábanas sobre mi piel me indujo a un profundo y reparador sueño.
Al día siguiente amanecí como una rosa. Marcus se había recuperado de la gripe y podría disfrutar del resto de su estancia en la capital de Escocia. No hay explicación para mi repentina salubridad, ¡milagro! Gritarán algunos pero yo sé por qué. Mis gérmenes no pudieron soportar el frío extremo y mis defensas aprovecharon la oportunidad para lanzar una ofensiva final, por eso las mozas pasean ligeras de ropa por la noche…eso o que el ingrediente secreto de la cerveza escocesa son 850 mg de amoxicilina.
David Nogales