Valencia, España. ¿Qué se puede hacer con cinco días libres tras meses de estrés? Está claro, irse a la playa. Por suerte, en España tenemos una de las mejores costas del mundo entero, lo saben los ingleses, los alemanes y los suecos que año tras año acuden en manada a las playas de Levante para enrojecer su piel y comer paella.
Me seducía sobremanera la idea de pasear por la orilla escuchando la melodía del mar sintiendo la caricia de la brisa. Mi perfil aventurero me sugirió un camping, por eso de plantar una tienda de campaña, cocinar en un diminuto hornillo y tratar de dormir mientras la arista de una piedra juega a los médicos con tu riñón izquierdo por debajo de la esterilla.
Para desplazarme hasta la costa utilicé un viejo conocido: el autobús. No quedaban plazas para viajar de día, así que me tocó viajar de noche. Envidio a los que son capaces de dormir en los desplazamientos de autobús. Dichosos aquellos capaces de desnucarse en posturas imposibles invocando al dios de los sueños. Yo soy incapaz. Cuando viajo en autobús la única actividad que puedo desempeñar con destreza es la de aburrirme como un niño en una conferencia sobre índices macroeconómicos.
Por suerte, el trayecto no fue demasiado largo y me planté en la ciudad de Valencia justo a tiempo para ver un precioso amanecer. La siguiente parada era Pinedo, una encantadora localidad situada a 6 kilómetros de Valencia. Desde allí quedaba un trecho hasta el camping, donde tendría que plantar la tienda, dejar los macutos y, por fin, caminar hasta la playa para recibir los primeros rayos de sol.
Doce horas después de haber salido de mi ciudad, me encontraba contemplando el mar con cara de entender los misterios del mundo. Se supone que debía estar contento pero en realidad lo único que sentía era un sueño terrible. Mis ojos habían acumulado tantas venitas rojas que parecía un infectado de la película 28 días después.
Mientras preparaba mi chiringuito playero, mi conciencia en forma de diablo me sugirió que contemplase a un turista de cabellos rubios que había sido maltratado por el sol. El clásico color de lechón que suelen adquirir los centroeuropeos, había incrementado un nivel: la piel de aquel hombre presentaba una tonalidad roja fosforescente, la misma gradación que emplean los animales venenosos.
Por fin, estaba en la playa, tumbado sobre la arena, sintiendo cómo la brisa jugaba con mi pelo al ritmo que marcaban las olas. Alcancé un estado relax máximo, sentía la paz fluyendo por mis venas. Cerré los ojos, y eso es lo último que recuerdo.
Puede ser que una mosca tse-tse atravesase el estrecho y recorriese la costa hasta llegar a mí para picarme, pero es más probable pensar que el sueño acumulado me gastó una broma pesada. Cuando abrí los ojos me parecí ver el disco rojo de un semáforo pero en realidad estaba contemplando el empeine de mis pies. Me había quedado dormido al sol durante un tiempo indefinido.
Asustado, me incorporé para comprobar el estado de mi piel. Aquel turista enrojecido estaba pálido en comparación con el rojo nuclear que lucía mi cuerpo. El contraste me mi piel quemada con la que quedó resguardada bajo mi bañador era infinito. Una palabra comenzó a componerse en mi mente: insolación.
Mis temores se confirmaron cuando un intenso dolor de cabeza entró en escena. Por la noche la situación no mejoró, el exceso de sol me proporcionó unas incomprensibles pesadillas en los breves momentos en los que conseguía conciliar el sueño. Es el síntoma inequívoco de la fiebre. Además, el dolor de la piel quemada se volvió insoportable, me incordiaba hasta el aire.
Por la mañana tenia dos cosas nuevas: una colección de llagas en los labios producidas por la fiebre nocturna y una descomposición intestinal similar a la que se obtiene después de comer un bocadillo de kokoreç en mal estado. Como no podía comer, comencé a sentir esa flojera propia de las gastroenteritis con desmayos intermitentes.
Aquí terminaron mis vacaciones aunque no lo efectos de la insolación que me persiguieron los siguientes cuatro días libres que tenía, fueron unas vacaciones muy cortas. Dicen que lo bueno si breve, dos veces bueno pero permitidme que discrepe.
David Nogales