Edmund, el gran anfitrión eslovaco

24 septiembre, 2009

estaciontren

Bratislava, Eslovaquia. 22:00 horas. De nuevo me encontraba en el punto cero de un extenso viaje que me había llevado por los países de este de Europa. Un periplo marcado por la espumosa cerveza y los largos trayectos en tren. Quince días antes había dormido en esa misma estación y había experimentado un moderado encontronazo con un tipo armado, que por suerte, quedó en sobresalto. Eran las diez de la noche y, de nuevo, se nos había olvidado reservar alojamiento. La posibilidad que barajábamos era repetir noche en aquella  pensión: la estación Hlavna Stanica.

Mientras discutíamos sobre los pormenores de la operación noche en la estación de tren, una mano huesuda se apoyó en mi hombro. El dueño de aquella delgada extremidad era un anciano vestido con un traje negro y un sombrero de ala del mismo color que portaba una desgastada bolsa de plástico. Pegada a él se encontraba una diminuta anciana con un rostro consumido que se ocultaba tras un pañuelo oscuro.

Mi conciencia en forma de diablo me dijo al oído que había visto a aquel viejo en el casting de la película de Poltergeist II para el papel de predicador. Me reí en silencio. El anciano me dijo algo en inglés con un finísimo hilo de voz al tiempo que trataba de sacar algo de la bolsa de plástico que portaba. Ciertamente nos sentimos incómodos por la intrusión y nos fuimos de allí argumentando que no necesitábamos nada. En realidad lo que necesitábamos era un buen bofetón por eludir de ese modo a aquel hombre.

Salimos a la calle para seguir meditando sobre nuestra noche cuando un taxista se nos acercó para ofrecernos su ayuda. El trato eran diez euros por llevarnos hasta un hostal próximo. Estábamos a punto de estrechar las manos en señal de aprobación cuando el anciano implacable irrumpió de nuevo en escena con su bolsa de plástico. Traía algo en la mano y trató de dármelo al tiempo que pronunciaba unas palabras en un inglés debilitado.

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El taxista se cansó de nosotros y se fue, y como se nos había evaporado nuestra oportunidad, decidimos darle cancha a nuestro incansable perseguidor. Lo que traía era una fotografía en la que se veía a dos muchachas lozanas en un jardín exhibiendo una generosa sonrisa. Nos miramos en silencio, volvimos a observar la foto, y al mirarnos de nuevo, despedimos al anciano y nos fuimos a paso ligero hacia una parada de tranvía.

No había ni un alma por allí ni sabíamos dónde ir, pero aquel anciano nos había disturbado con aquella foto. Empezamos a comentar la jugada preguntándonos qué demonios quería el viejo cuando empezaron a sonar unos pasos a nuestra espalda. No había duda, era nuestro implacable abuelo.

Hartos de tanta persecución, decidimos darle audiencia. El venerable volvió a sacar la foto de las jóvenes gozosas pero en esta ocasión tuvo la sutileza de darle la vuelta. Había un mensaje escrito en español que recomendaba fervientemente pasar la noche en la casa de Edmund, ya que era muy hospitalario. De nuevo nos miramos al tiempo que un mazazo de culpabilidad golpeaba nuestras conciencias. Aquel anciano nos estaba ofreciendo cama y encima económica. La única pega es que la fecha de la foto era de 1983.

No teníamos nada que perder: era la casa del extraño anciano eslovaco o el rinconcito de la estación de tren. Decidimos irnos con Edmund. La afirmación arrancó a nuestro perseguidor una extensa sonrisa y fue entonces cuando vi una copiosa bondad  en los ojos azules de aquel hombre mayor. Supongo que mis ojos mostraban arrepentimiento, más, cuando Edmund sacó de su bolsillo billetes de tranvía para todos y nos explicó como funcionaban. Su casa quedaba a cuatro paradas de allí.

No era un hostal, era una pequeña casa ajardinada con una habitación antigua en la que había cuatro camas; duras pero confortables. Tras haber rechazado sistemáticamente a nuestro anfitrión, finalmente fue él el que nos dio cobijo.

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A la mañana siguiente Edmund nos despertó golpeando la puerta de la habitación, en un inglés más vital nos dijo que el desayuno estaba enfriándose en el jardín. Bajamos. En medio del vergel del edén nuestro hospitalario anfitrión había  preparado una mesa con café, huevos revueltos y diversos bollos. Aquel anciano era un crack mediático.

Al terminar de desayunar se sentó a charlar con nosotros, contándonos historias añejas de Bratislava. La velada se prolongó hasta el mediodía y Edmund sacó unas cervezas frías y algo de vino para amenizar la conversación. De paso, trajo orgulloso su colección de monedas del mundo. Y fue en ese momento cuando nos resarcimos por el trato que recibió la noche anterior. Viendo la ilusión que le hacía su colección le dimos diversas monedas que habíamos ido recolectando en nuestro periplo por el este. Además le entregué una moneda de la suerte que llevaba en un colgante, una vieja moneda de 50 reales españoles.

El trato no compensaba la balanza pero sí lo hace la enseñanza que nos brindó Edmund: que las apariencias engañan.

David Nogales
Fotos de estación de tren y paseo eslovaquia: ChrisYunker