El día que volé en alfombra

30 mayo, 2011

Debido a una casualidad interplanetaria que alineaba en el mismo eje a diversos planetas de la Vía Láctea y a una luna llena cuyo influjo recaía directamente sobre mi capacidad de decisión, mi tránsito por Estambul en aquel caluroso verano me convertía en carne de cañón de cualquier comerciante espabilado que topase conmigo. Despojado de mis habilidades primarias de defensa lingüística y agilidad mental por el acontecer galáctico me había convertido en el tipical guiri al que lían con diez de pipas

El caso es que me encontraba especialmente jubiloso y con ganas de charla por lo que prestaba mis oídos a cualquier comerciante con ganas de venderme la moto. Mis bolsillos acumulaban telas de araña pero ningún billete se acomodaba entre las costuras, y gracias a esta miseria turística no gasté más de lo que debía haberme gastado.

Acababa de dejar a tras la impresionante mezquita de Suleymaniye y me dirigía hacia el barrio de Galata para tomarme un té y jugar al backgammon con mis compañeros de viaje. Sospecho que los avispados comerciantes tienen un detector de presas fáciles: olfatean el ambiente en busca de capturas. Nada más pasar por delante de una tienda de baratijas y otros objetos más caros, una mano se posó sobre mi hombro al tiempo que una voz agradable me preguntaba hacía dónde me dirigía.

El propietario de aquella mano y aquella voz era un joven turco con pelo largo que se empleaba en una de esas tiendas en las que puedes encontrar cualquier cosa. Aunque no tendría por qué haberle dicho nada le conté al joven comerciante nuestros planes a corto plazo, y él me respondió ofreciéndome todo tipo de productos con descuento. Desatendí su oferta  traté de deshacerme del joven. Pero era un pesado profesional, experto en taladrar orejas.

Después de unos segundos tratando de convencerle de que no quería nada de nada, me dijo que tenía alfombras únicas que nadie más tenía en toda Turquía. Ante aquella oferta yo le respondí que sólo estaba interesado en alfombras voladoras y fue entonces cuando el chaval sacó toda su labia, argumentando que sus alfombras volaban. ¿Venga y qué más?- pensé. Pero acababa de morder el anzuelo y sin darme cuenta ya me encontraba en el interior de la tienda.

El joven comerciante sacó una enrome alfombra con coloridas figuras geométricas y la extendió en el suelo, pidiéndonos que tomásemos asiento y que nos pusiésemos cómodos para el viaje en alfombra voladora. Se marchó un momento a la trastienda y volvió con una tetera y varios vasos de té. Nos sirvió un poco de té a cada uno y nos dijo que antes de empezar a volar quería saber si alguno de nosotros tenía miedo a las alturas. Entonces empecé a pensar que el chaval estaba realmente mal de la cabeza.

Nuestro joven vendedor se sentó delante de nosotros y comenzó a reproducir la locución con la que inician los vuelos las compañías aéreas. Nos pidió que nos abrochásemos un cinturón inexistente y nos invitó a cerrar los ojos. Como si realmente estuviésemos sobrevolando Estambul, el joven vendedor comenzó a describir el paisaje de los que hipotéticamente se encontraba bajo nuestra alfombra voladora y continuó con este juego durante unos minutos. Al final, todos terminamos participando de esta graciosa broma comercial.

Después de aquel juego empezamos a entablar una conversación más seria con el joven muchacho que nos sorprendió cuando nos confesó que en realidad su vocación era la fotografía y que había trabajado para la revista National Geographic. De hecho nos mostró una piel de anaconda de unos cuatro metros que había encontrado en la amazonia brasileña. Nos tiramos un buen rato escuchando anécdotas de sus aventuras como fotógrafo mientras tomábamos té.

Finalmente aquel comerciante consiguió su propósito: vendernos algo. Todos salimos de la tienda con una pequeña pipa de agua. Además nos la cobró un poco más cara de lo habitual, cosa que pudimos comprobar más adelante. Supongo que tendría que ver con las tasas del vuelo. En definitiva, nos la habían colado una vez más aunque en esta ocasión fue de una manera más original. Hoy por hoy la pipa que compré acumula polvo en un rincón de mi salón esperando ser utilizada por primera vez. Estúpidos planetas alineados, estúpido influjo lunar, estúpido inocente.

David Nogales