La pájara de La Cabrera

18 enero, 2011

Me encontraba en La Cabrera, un pueblo de la sierra norte de Madrid con su propia cadena montañosa. Me planté allí para subir hasta la cima de uno de sus picos más altos, el de la Miel a casi 1400 metros sobre el nivel del mar. Puede parecer que subir a esa altura es toda una gesta sin embargo, aunque me sepa mal decirlo, no supone un gran esfuerzo. El problema es en qué condiciones se sube. Yo subí con una resaca monumental y a una hora en la que el sol podía freír la espalda del senderista más aguerrido. Una mala elección, vaya.

La culpable de mi abatimiento fue la noche, tan silenciosa, tan provocadora con tanto que ofrecer bajo ese impresionante manto de estrellas. La noche me indujo a la religiosidad y con tanta espiritualidad encerrada en mi frágil cuerpo decidí rendir homenaje a Baco. Tan ferviente fue mi culto hacia este Dios griego que me bebí hasta el agua de los floreros.

A la mañana siguiente desperté con una alpargata dentro de la boca y una bomba de relojería en mi cabeza que provocaba dolorosas palpitaciones en mi frente. Mi cuerpo me pedía descanso pero mi compañera de andanzas me pedía un ascenso al Pico de la Miel. Cómo odié entonces a mi compañera.

Con el cuerpo más retorcido que un ocho, preparé los bártulos para iniciar la caminata hacia la montaña. Pensé que con dos litros de agua podría subir hasta los mismísimos cielos si me lo proponía. Inocente. Mi cuerpo estaba más seco que las cañerías de la pirámide de Keobs y a la mitad del ascenso ya me había bebido la mitad del agua.

Durante el ascenso un sol justiciero se encargó de castigarme por el exceso de la noche anterior. Cada rayo de sol golpeaba mi debilitado cuerpo como si fuese un cruel látigo. Poco a poco me fue costando dar una nueva zancada. Comencé a moverme con la lentitud propia de un koala y todo cuanto llevaba encima multiplicó su peso por cinco. Mis botas no eran de piel, eran de cemento.

Mi cuerpo necesitaba retener agua para poder hacer frente a la resaca sin embargo el sol se empeñaba en hacerme sudar como si de una sauna al aire libre se tratara. Maldito. Con un esfuerzo sobrehumano conseguí llegar hasta la cima del pico de la Miel aunque empleé el doble de tiempo. Las vistas desde allí eran increíbles y, viendo aquello, pensé que el esfuerzo había merecido la pena. De nuevo, inocente.

Descansé allí un rato antes de seguir con la caminata por la cima de la montaña para bajar al pueblo por otra ruta. Antes de ponerme a caminar pensé que había recuperado suficientes fuerzas. Nada más lejos de la realidad. A los cinco minutos, una insurrección muscular acabó con el mandato racional de mi cerebro. Mis piernas se amotinaron negándose a moverse por más que se lo pidiera. Caí desplomado al suelo como si hubiera sido alcanzado por el disparo de un francotirador.

La vista se volvió difusa y los sonidos llegaban a mis oídos como si todo el mundo hablara desde lo más profundo de una cueva. A pesar de los pesares nunca perdí el conocimiento aunque no me podía mover. Me encontraba tirado en el suelo retorciéndome como una lombriz, conciente de que no podía avanzar ni un paso más. Mis palabras tropezaban en mi boca incapaz de pronunciar algo coherente.

Allí me quedé tirado, seco y sin fuerzas durante un tiempo indeterminado. Dejé que mi compañera decidiese por mí. Bebí la poca agua que me quedaba a sorbos cortos derramando más agua por mi camiseta que en mi boca. La angustia era la única sensación que sentía con total intensidad.

Llegué a pensar en los bomberos como fórmula para salir de allí pero eso era demasiado. Así que descansé los justó para retomar fuerzas y dejarme caer montaña abajo. Literal, porque me tiré más tiempo rodando por los suelos que de pie. Fueron casi dos horas de agonía pero conseguí llegar al pueblo. Bebí agua como si la fueran a prohibir. Había llegado hasta la meta y no tenía necesidad de moverme más. Dormí muchas horas aunque no me recuperé del todo.

Aquel día aprendí dos cosas: aprendí lo que era una pájara, y en segundo lugar que salir de noche y hacer deporte son dos actividades antagónicas. Me prometí que nunca más volvería a hacer una locura semejante y me sirvió de escarmiento porque no he vuelto a salir de noche antes de una caminata. Aprender a veces no es divertido.

David Nogales