Los bereberes fueron durante miles de años los dueños y señores del Magreb. Allí vivían y comerciaban hasta que en la Edad Media, llegaron los árabes para difundir el Islam. A partir de ahí todo cambió. La arabización fue recortando paulatinamente los derechos de los bereberes hasta condenarlos al status de ciudadano de segunda, y esto a pesar de que los bereberes combatieron junto a los árabes para extender el Islam. Desde hace ya mucho tiempo los bereberes luchan por conseguir el reconocimiento de su lengua y su cultura, una empresa que los ha estigmatizado y que ha dejado tras de sí un reguero de sufrimiento y dolor.
Olvidad lo que sabéis sobre los minutos y los segundos si viajáis a la provincia de Cádiz, allí el tiempo tiene otros parámetros y se ralentiza hasta alcanzar cotas próximas a la latencia. Nos encontrábamos en Barbate, un entrañable pueblecito habitado por gentes sencillas y orgullosas de su entorno.
Nos llamó la atención un pequeño establecimiento del que se escapaba una melodía mortecina con acordes flamencos. Fue nuestro anzuelo. Entramos al bar a una hora en la que el resto de la gente aprovecha para plegar la oreja tras la sobremesa. Apoyados en la barra un par de parroquianos discernían sobre sus vidas.
Hicimos lo que se debe hacer en esos casos: un par de cañas y un pincho de atún encebollado. Sin saber muy bien cómo, comenzamos a entablar conversación con el dueño del establecimiento, un joven hilarante con un marcado acento barbateño. Como es menester en las parroquias que sirven cerveza, poco a poco se fueron sumando a la conversación el resto de fieles.
Uno de nuestros interlocutores se llamaba Momo. Tenía unas facciones moras muy marcadas pero hablaba un perfecto castellano con un marcado acento andaluz. Me mordió la curiosidad y le pregunté. Me dijo que efectivamente era del norte de Marruecos pero que llevaba muchos años viviendo en España. Una cosa llevó a la otra y terminó contándome el relato de su vida.
Era un bereber que creció en un diminuto pueblo rifeño. A pesar de que su familia era bastante humilde, Momo consiguió ahorrar suficiente dinero para estudiar económicas en la ciudad. Ahí comenzó su calvario. En aquel tiempo los bereberes se encontraban en una situación un tanto comprometida. Marruecos prohibió el uso de la lengua bereber y se castigaba a todo aquel que la practicaba.
Momo quiso saber más sobre sus raíces y consiguió introducirse en un grupo clandestino que enseñaba Tamazight, la lengua prohibida bereber. Allí aprendió más sobre su propia cultura sin saber que aquello le cambiaría la vida para siempre.
Un día la policía fue a buscarle. Los gendarmes lo sabían todo sobre el grupo clandestino bereber y decidieron castigar con firmeza la osadía. En aquel momento la persecución de la cultura bereber se encontraba un punto álgido. Os podéis imaginar el trato que recibió Momo. Privado de la libertad, ingresó en una prisión donde los derechos humanos existían únicamente para ser violados.
Durante meses torturaron a Momo con prácticas que harían gritar de dolor al más aguerrido. Momo aguantó todo aquello. Llamaba a su madre ocultándole la verdad, con lágrimas en la cara le hablaba sobre una universidad que llevaba meses sin ver. Sin embargo, Momo era fuerte y resistió. Cuando al fin quedó en libertad, reunió fuerzas para acabar sus estudios de económicas, y al terminar se embarcó en una nueva aventura: llegar a la tierra prometida que le esperaba al otro lado del estrecho.
Esta parte de su vida tampoco fue demasiado agradable pero al menos dejaba atrás un pasado que sólo volvía de vez en cuando a su memoria para atormentarle. En España vivió malos tiempos pero consiguió sobrevivir. Cuando hablé con él tenía un trabajo fijo como soldador industrial que le permitía ganarse la vida con decencia. Su cara reflejaba una madurez que dejaba entrever su dura vida.
Ahora feliz, recuerda el pasado como algo pasajero. Una etapa necesaria de la que no se arrepiente porque podrá hablar a sus hijos en Bereber y mostrarles la grandeza de una cultura que pervive desde hace milenios a pesar de su duro recorrido.
David Nogales