Durante algunos meses fui llenado pacientemente mi saquito de estrés gracias a los problemas cotidianos de un trabajador de la capital. Sin darme cuenta mi saquito comenzó a desbordarse llenando de sustancia estresante a los que me rodeaban. Cuando el estrés salpica, lo mejor es acudir en busca de la paz y el sosiego de la España rural.
Dicho y hecho. Mientras España se mofaba del Festival de Eurovisión interpretando en los escenarios europeos el Chiki Chiki de Chiquilicuatre, yo me encontraba de camino a un diminuto pueblo madrileño llamado San Mamés. Había reservado alojamiento en una casa rural llamada el Cerezuelo, probablemente la más acogedora de las que he visitado, tan pequeña como encantadora.
El día no acompañaba. Una fina lluvia nos acompañó desde el inicio del viaje y no cesó hasta el regreso como si se tratase de un molesto enjambre de frías moscas. Nada más bajarnos del autobús nos esperaba la dueña de la casita rural para hacernos entrega de las llaves. Recuerdo que ese día madrugué más de lo que mi cuerpo recomienda y fui tentado a pasar un par de horas estirado sobre la cama pero no me dejaron. Tocaba salir a pasear.
Treinta minutos más tarde habíamos recorrido dos veces el pueblecito. Debo reconocer que aunque San Mamés es muy modesto su encanto es inmenso. Y como ya conocíamos el pueblo, el siguiente paso era conocer la localidad más próxima, Navarredonda. Nos dirigimos a la carretera que unía las dos poblaciones y comenzamos a caminar. A cada paso las gotas de fina lluvia que se estrellaban contra nuestras cabezas aumentaban de tamaño. El enjambre de frías moscas se convirtió en una lapidación de enormes chuzos que amenazaban con calar hasta los huesos.
La providencia siempre acude a ayudar a los desamparados, y en esta ocasión lo hizo en forma de furgoneta blanca. El vehículo paró a nuestro lado y por la ventanilla se asomó un hombre corpulento que irradiaba una bondad infinita. – Os vais a empapar – nos dijo – ¿Qué vais?, ¿a Navarredonda? Si queréis os llevo – Nos faltó tiempo para tomar asiento en la furgoneta.
De camino, hablamos sobre la lluvia, el trabajo y los pueblos de España. En un momento dado aquel simpático vecino de San Mamés nos dijo que era cabrero y que tenía una tienda de quesos artesanos en uno de los caminos que suben al monte. Como no, nos invitó a visitarla y nosotros aceptamos la invitación. Después de tomar un café para entrar en calor, esperamos a que la lluvia amainara para ir a visitar la casa del cabrero.
Siguiendo sus indicaciones, llegamos a una solitaria casa de piedra. Frente a ella un rebaño de cabras pastaba indiferente a nuestra presencia. Dos de ellas peleaban emitiendo sonoros chasquidos cada vez que colisionaban sus cornamentas. Aquello me fascinó y tiré un par de fotos mientra pensaba – menudo paleto de ciudad estoy hecho –
Llamamos a la puerta de la casa y nos recibió una anciana. Entramos a una pequeña salita con un mostrador donde se vendían los productos artesanales. Nuestro anfitrión aun no había llegado y la mujer nos invitó a pasar a una pequeña sala de estar donde había reunidas varias personas que mostraron curiosidad por nosotros formulándonos todo tipo de preguntas. Al rato vino el cabrero y nos llevó de excursión por su centro artesano de producción de quesos.
El amable quesero nos explicó cómo hacía el queso de cabra, un lento proceso de fermentación para el que empleaba una suerte de cardos que el mismo recogía. Sin duda un queso de lo más natural. Nos mostró su sala de experimentos donde ensayaba distintos tipos de curado para obtener quesos mejores, si es que acaso esa opción era posible.
Al salir de la casita del cabrero miré mi saquito de estrés y se había vaciado completamente. De reojo traté de ver si el amable cabrero portaba algún recipiente para verter el estrés pero él no lo necesitaba. Cada vez que recuerdo esa salida no puedo evitar que una sensación de satisfacción me invada, y es que, sumergidos en una frenética vida urbana muchas veces olvidamos que la vida puede ser mucho más sencilla.
David Nogales