La secuestradora de orejas escocesa

28 julio, 2010

Hace cientos de miles de años el primer grupo de humanos inició una larga marcha que terminaría conquistando los confines del mundo. Todos y cada unos de los hombres que pueblan la tierra comparten esa raíz común. Es probable que este nexo sea el responsable de la existencia de una singular clase de personas que no duda un solo instante en taladrar los oídos de sus congéneres absorbiendo pertinazmente la energía de sus oyentes hasta consumir su paciencia. De Madrid a Pekín, de Helsinki a Johannesburgo, allí donde viajéis podríais toparos con los secuestradores de orejas. Guardaos de su plomiza plática.

Acabábamos de concluir una larga visita por las zonas más interesantes de Edimburgo. Comenzamos recorriendo la Royal Mile desde el palacio de Holyroodhouse hasta el Castle Rock, desde allí nos dirigimos a la empinada Carlton Hill para ver la torre de Nelson y contemplar desde las alturas el Arthur’s Seat, la cima de un viejo volcán extinto desde donde se dice que el Rey Arturo contempló la victoria de sus tropas.

Después de más de cinco horas de caminata me sentía tan emocionado como cansado. Descendimos de Carlton Hill yendo a parar a Regent Road, una amplia calle donde se encuentra un agradable pub escocés llamado Regent Bar. Con la boca más seca que unas rodajas de mojama gaditana pensamos al unísono en una pinta fresquita de cerveza Foster.

Entramos en el bar. La decoración era impecable, típica de los pubs escoceses e irlandeses: sillas y mesa de madera oscura, cuadros y figuras retro, luz tenue, música a medio volumen y una barra con varios grifos de cerveza. El lugar estaba bastante lleno. Algunos grupos jugaban a juegos de mesa entre sorbo y sorbo, otros hablaban y reían despreocupadamente.

Al fondo de la barra había una chica entrada en la treintena bebiendo solitaria. Apoyaba los codos en la barra con la espalda encorvada. Sólo le faltaba susurrar “my wish” acariciando con avaricia un anillo dorado para clavar el personaje de Gollum. Nada más sentarnos en la barra aquella criatura dirigió su mirada hacia nosotros. Tenía una mirada perdida con un ramalazo siniestro porque el párpado de su ojo derecho estaba entornado por el exceso de cerveza. Ciertamente era una versión femenina de la mirada del actor afroamericano Forest Whitaker.

Aun no habíamos terminado de acomodarnos cuando sentí una presencia extraña a mi espalda. Habíamos sido elegidos. La siniestra muchacha irrumpió en nuestra conversación sin haber sido invitada. Movía los labios y emitía sonidos pero fui incapaz de descifrar lo que decía. Si ya resulta complicado comprender el peculiar inglés de los escoceses imaginaos si lo aderezamos con una intensa borrachera. Incomprensible.

De vez en cuando escuchaba un “you” o un “are”, y de no ser por ello hubiera jurado que aquella ebria mujer me estaba ladrando al oído. Por cortesía soporté una tormenta de frases ininteligibles antes de decirle que no estaba entendiendo nada de lo que decía. Tras esto se mantuvo en silencio un par de segundos pero le importaba bien poco que la entendiese o no, simplemente quería mi oreja.

La situación se volvió demasiado incómoda porque la chica creía que elevando la voz se la entendería mejor. Lo único que consiguió fue llamar la atención del resto de parroquianos del bar. Cada palabra que pronunciaba permutaba en mis tímpanos como un implacable martillo. Los minutos se volvieron meses y no veía el momento de que aquella criatura se callara. Deseé que un accidente le privase del don de la comunicación. Insistí varias veces en el hecho de que no la entendía pero no sirvió de nada.

Mi energía vital descendió alarmantemente a la par que mi paciencia, ya había tenido suficiente. Con voz seca le dije una última vez que no la entendía y le di la espalda. Error. Ese gesto debió enfurecer a la criatura parlante y elevó aun más la voz para mentar a mi árbol genealógico hasta la quinta generación. Hubo un momento en el que pensé que se ayudaría de las extremidades para apoyar su manifiesto enfado.

Por suerte para mí, entraron en escena los dueños del bar que habían seguido con curiosidad la evolución de la muchacha. Amablemente apartaron a la secuestradora de mis orejas y le enseñaron cómo se utiliza la puerta de los establecimientos para salir. Pidieron disculpas por la situación y me invitaron a una pinta de cerveza. Buen gesto, sin embargo aquella criaturilla había absorbido mi energía y fui condenado al silencio. Ese día me tocó a mí pero nadie está a salvo de los secuestradores de orejas.

David Nogales