Madrid, mi ciudad desconocida

23 junio, 2010

Algunos de los que nacemos y crecemos en una ciudad no sabemos valorar la riqueza de nuestro propio entorno. Viajamos a otros destinos en busca de paisajes exóticos y monumentos pintorescos, aprendemos historias sobre los lugares que visitamos, nos deslumbramos con obras de arte ajenas, pero cuando alguien nos pregunta sobre nuestra ciudad el silencio es en más de una ocasión la única respuesta que sabemos dar.

Vivo en Madrid, la capital, la ciudad de las mil y una posibilidades. Siempre ha sido así. Puedo presumir de ser un gato de cuarta generación, una singular especie en peligro de extinción avalada por las vidas de mis antepasados. Sé ir a los rincones madrileños más fascinantes, conozco los bares donde sirven las mejores tapas, callejeo por la ciudad como un felino reconociendo fachadas y edificios.

Siempre he presumido de de conocer Madrid a las mil maravillas, pero todo ha cambiado desde que por primera vez visité Madrid en calidad de turista y no como ciudadano. Caminando por las mismas calles que he visto cientos de veces aprendí historias y leyendas que nunca había escuchado. Relatos emocionantes narrados con soltura por un guía turístico que llevo conociendo desde que nací, mi propio padre.

Todo comenzó como una especie de juego para sacar a mi padre de casa y compartir con él algún momento especial, instantes que se atesoran en nuestro recuerdo y a los que se alude gratamente con el paso de los años. Le pedí que me llevase por el corazón de Madrid y me explicase leyendas, secretos y detalles que esconde el asfalto matritense. Pensé que por su profesión, taxista, debía conocer en profundidad numerosos lugares interesantes. No me equivocaba.

Quizás se sorprendió por la peculiaridad de la cita sin embargo en ningún momento se mostró reticente. Viajamos en metro algo que llevaba sin hacer con mi padre desde que era crío. Nos bajamos en sol, el corazón geográfico de Madrid. La primera sorpresa no tardó en llegar y versaba sobre la calle correo, escenario de uno de los atentados más sangrientos de ETA que acabó con la vida de 12 personas.

Continuamos caminando hacia el Madrid de los Austrias, atravesando los cuidados jardines de Sabatini para encarar el fastuoso Palacio de Oriente, durante muchos años hogar de los reyes españoles. Mientras nos dirigíamos a la aledaña Catedral de la Almudena, mi padre me explicó que el nombre de los jardines del Buen Retiro se debe a que era el lugar elegido por los monarcas para ir caza. Al quedarse la casa Real sin anfitrión la servidumbre palaciega se excusaba ante las visitas explicando que el monarca estaba de retiro.

Llegamos hasta la cuesta de Vega porque mi padre quería enseñarme la primitiva cripta de la iglesia de la Almudena. Me sentí profundamente ignorante. Plantado ante los restos de una muralla árabe me sorprendió desconocer la historia de la fundación de la ciudad. Era la primera vez que veía las murallas que dieron origen al apelativo gato a la hora de hablar de los madrileños. Las mismas murallas en las que se escondía una escultura de la Virgen de la Almudena y que cuando se descubrió tenía dos cirios encendidos. Hoy es la patrona de Madrid.

Frente a las murallas había una réplica de la escultura original de la Almudena parapetada tras una alambrada. Mi padre supo aprovechar la situación para formular la pregunta del millón. Me miró y con rostro de veterano Cuentacuentos dijo -¿Sabes por qué a los madrileños nos llaman gatos?- Reconociendo mi falta de conocimiento en la materia le respondí con un ligero no. Mi padre siguió con el relato: Dicen que cuando los cristianos reconquistaron Madrid, lo hicieron trepando por esta muralla. A uno de los soldados del ejército cristiano le hizo gracia esta forma de invadir y dijo – Mira estos madrileños, parecen gatos – y así hasta ahora.

El recital de leyendas y curiosidades no terminó hasta que dimos por concluida la visita al Madrid que me vio nacer. Mi padre me mostró la casa más antigua de Madrid perteneciente al siglo XV, me mostró la iglesia donde hizo la comunión, la Basílica de San Francisco el Grande decorada con frescos pintados por el mismísimo Goya, también me llevó hasta la castiza iglesia de la Paloma de estilo mudéjar. Fueron muchos y preciosos los tesoros que visitamos, tesoros que habían pasado inadvertidos para mí durante demasiado tiempo.

Aquel día aprendí dos grandes lecciones, la primera de ellas fue que debía salir más a menudo a conocer mi ciudad. La segunda fue más emotiva, descubrí que bajo el techo de mi casa habitaba un genial contador de historias, un hombre sencillo que albergaba una sabiduría oculta que había pasado desapercibida, un hombre del que me siento cada día más orgulloso, aquel día redescubrí a mi padre.

David Nogales