Después de haber conocido lugares alejados y remotos, me entró curiosidad por conocer lo que me quedaba más a mano, mi propio país. La mayor parte de la gente que viaja al norte de España, salvo los infatigables amantes de las playas, suelen hablar maravillas de los paisajes que ofrecen las tierras más septentrionales de nuestro país. Colgué mi mochila al hombro y me embarqué en un periplo norteño que debía llevarme desde Hondarribia hasta el cabo Finisterre. Nunca llegué a Galicia pero reafirmo esa máxima que asegura que las vistas del norte son espectaculares.
La idea de este viaje era conocer las principales ciudades del norte y desplazarnos en los medios de transporte más rápidos para que nos diese tiempo a llegar al cabo de Finisterre antes de la fecha prevista para el regreso. Comenzamos el viaje en avión desde Barajas hasta Hondarribia, el aeropuerto de San Sebastian, y desde allí un autobús nos dejó en la capital de Guipúzcoa.
Precisamente en Donosti experimenté el primer revés del destino porque no fuimos capaces de encontrar el albergue que llevaba anotado en mi libreta desde casa y recorrimos medio San Sebastian, con un ascenso al Monte Ulía incluido, en busca de un alojamiento que ya no existía. ¡Cómo odio Internet y los webmasters que no actualizan sus portales! Si supieran cuánto mal causan…
Desde la estación de autobús de San Sebastián tomamos un bus hasta Bilbao, donde también tuvimos un largo recorrido hasta el albergue en el que se estaba celebrando una convivencia católica y por todas partes se escuchaban acordes de guitarra española al son del alabaré, alabaré. Lo mejor del lugar las fantásticas vistas que ofrecía de esta ciudad que ha pasado de del color gris industrial al colorido propio de las ciudades europeas.
De nuevo tomamos un autobús desde la estación central de Bilbao esta vez con destino a Laredo, en Cantabria. Los paisajes verdes de la cornisa cantábrica cumplían con las expectativas que traía desde el centro de la península. El espesor de la verde flora norteña contrastaba con el movimiento de las olas que una y otra vez acababan estrellándose en los acantilados que se izan por encima del mar cantábrico. Una maravilla natural que me dejó completamente asombrado.
Este contraste entre el verde propio del campo y el azul del mar arrasó con la cordura escasa que me había llevado al viaje y experimenté la misma sensación que debió experimentar Tom Hanks en la película Forrest Gump cuando a su personaje le dio por correr durante tres años y dos meses de su vida. Decidí no coger ningún medio de transporte y continuar con el periplo a pie, llegara donde llegara. El paisaje lo merecía.
Con este espíritu renovado de caminante que hace el camino al andar, planificamos una nueva ruta a pie que debía llevarnos hasta Santander, la capital de Cantabria. Impresionados por el espesor y la frondosidad de los árboles y las plantas que crecían en esta tierra diseñamos una ruta que se alejaba de la costa y se introducía por el verde horizonte que ofrece Cantabria. Fuimos hasta Riaño de Escalante y cruzamos a Santoña, continuando por Cerecedas, Arnuero, Galizano, Ajo, Somo y finalmente Santander.
Un largo paseo que nos obligó a mantener nuestra mandíbula constantemente abierta por la belleza de las vistas y la lengua fuera por el cansancio acumulado por la caminata. En Santander, volvimos a experimentar la sensación de Forrest Gump y, sin más, dejamos de caminar porque estábamos cansados. Volvimos a recurrir a los neumáticos de los autobuses para desplazarnos hasta Asturias, una tierra fantástica regada con un brebaje mágico que sus druidas llaman sidra.
Fue nuestra perdición y no el cansancio, la falta de tiempo o la mala comunicación entre Asturias y Galicia. Nunca llegamos al cabo Finisterre, ni siquiera llegamos a pasar a terras galegas. Nos quedamos en Asturias bebiendo culines de sidra escanciada en enormes vasos y degustando suculentos platos como el pastel de cabracho. Así agotamos nuestros días conociendo Llanes, Ribadesella, Cangas y Gijon, entre otros bellísimo lugares. Eso si, hice la firme promesa de continuar el periplo donde lo dejamos, sin probar una gota de sidra, y conocer al fin Galicia.
David Nogales