En la medina de Marrakech no existe la línea recta. Todas las calles son curvas, se ramifican en callejones que a veces no tienen salida. Esto es así por la orientación de las casas, para evitar vientos o buscando el sol. Muros ciegos de adobe cobijan tiendas, talleres, viviendas modestas, pero también palacios de ensueño, algunos de ellos convertidos en riads, los acogedores hoteles ubicados en las mansiones tradicionales de la Ciudad Vieja.
Justamente en el centro de esta ciudad amurallada se encuentra el zoco, el lugar donde el laberinto de callejas alcanza su máxima expresión.
No es una mala idea entregarse a la sensación de saberse perdido en una red de mercados, y saber que se avanza porque aquí se venden babuchas y allí bordados, ahora instrumentos musicales cuando antes eran alfombras. Cuando se cambia el brillo de los objetos de metal por el olor a cuero.
No hay barrios en Europa como la medina de Marrakech, y mucho menos como su zoco. Lo que a primera vista es un caos resulta tener un orden muy preciso. En un lugar se concentran los vendedores de aceitunas y encurtidos, en otro los de perfumes, más allá los artesanos del cobre o los curtidores.
Todos agrupados, para que el cliente encuentre lo que busca y pueda comparar. Así, si se quiere un herrero habrá que ir a Haddadine, para ebanistas a la calle Bacha el-Glaoui, para joyas a Tagmantyne, y para pollos y frutos secos a Yaj.
Más información| UNESCO, Musée de Marrakech