A veces las casualidades que se dan a lo largo de nuestra vida pueden llegar a mezclarse con nuestras creencias, reforzando esa tendencia que tiene el hombre de creer en lo sobrenatural. Aunque presumo de ser comedidamente racional, son muchas las ocasiones en las que me dejo invadir por un halo místico que me obliga a pensar que la magia existe y que, en ocasiones, rige los designios de nuestra existencia.
Recuerdo aquella etapa como un sendero gris con el cielo encapotado a punto de estallar en una violenta tormenta eléctrica. La mala suerte se había cebado conmigo y en cuestión de unos meses mi vida se encontraba completamente estancada. Había perdido mi empleo, mi economía se encontraba muy resentida porque las empresas para las que trabajé llevaban más de dos meses sin pagarme y a mi paso se cerraban las puertas de los nuevos trabajos.
La situación pudo conmigo y poco a poco me fui sumiendo en un estado de letargo que derivó en un naufragio emocional. Mi carácter, otrora cándido y alegre se volvió amargo como el vinagre. Si en algo me parezco a los cerdos es que también me gusta revolcarme en el charco de mis propias excrecencias: cuando estoy hundido, trato de aplastar mi cabeza contra mis miserias. Por suerte, siempre hay gente que me tira de la manga para evitar el desastre. Cuando me sabía deprimido, me ofertaron un viaje con los gastos pagados a Alicante.
Todo comenzó a cambiar mientras degustábamos una riquísima paella en un restaurante cercano a la playa. Entró en escena una gitana con un ramo de rosas rojas. Mi cuerpo debe emitir un tipo especial de señales que atraen a los vendedores ambulantes porque aunque estábamos en una esquina apartada, la gitana se dirigió a nosotros sin pensárselo. Nada más llegar a la mesa me señaló y pronunció en tono profético: compradle una rosa al joven para que deje ya de sufrir.
Miré de reojo a mis compañeros que no parecieron impresionados por la frase. Ante la pasividad, la gitana volvió a decir: ¡venga! Compradle una rosa al joven para que tenga buena suerte. Conscientes de que la mujer no se iba a marchar me compraron la rosa. La gitana me miró y anunció que mis problemas se iban a solucionar. Ciertamente, aquello fue providencia divina. En aquel momento no le di importancia, pero no sería la última vez que me iba a acordar de la gitana.
A la mañana siguiente del encuentro con la vendedora de rosas fui a sacar dinero de un cajero y sorprendentemente una de las empresas que me debía dinero había cancelado su deuda y yo era un poquito más rico. Con la alegría, nos fuimos a desayunar a una cafetería. No escatime es gastos y devoré con avidez una riquísima tostada de jamón serrano con tomate.
De repente sonó mi teléfono móvil. Al descolgar, una voz masculina me informaba de que había superado las pruebas de selección y que comenzaba a trabajar la semana siguiente. Además las condiciones habían cambiado y recibiría un poco más de dinero por mi trabajo. Un lagrimón brotó de mi ojo derecho y sentí unas ganas terribles de abrazar a todos los que se encontraba en el bar, salvo a un anciano que olía a pescado.
Celebré aquella noticia como si me hubiera tocado la lotería, y cuando parecía que no podía recibir más sorpresas, me tocó el premio gordo: la otra empresa que me debía dinero desde hacía más de dos meses y medio, decidió pagarme. Cuando acudí al cajero a sacar dinero para invitar a mis compañeros, los números habían crecido. Aquello parecía un sueño o una broma de cámara oculta. Entonces recordé las palabras de la gitana: tus problemas se van a solucionar. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral.
Todos mis problemas se habían solucionado en tan solo 48 horas. Aunque suelo ser bastante racional, no pude dejar de pensar en que fue la magia de aquella gitana la que solucionó mis dificultades. Vuelvo a retomar las palabras con las que comenzaba este escrito: a veces las casualidades se mezclan con nuestras creencias y cuando eso ocurre, nuestras creencias se ven alteradas por esas casualidades.
David Nogales