Colombia es vallenato y merengue. Pero también es fervor religioso. Un país extremo y de extremos. A ritmo de salsa y a ritmo de pasos procesionales. Porque también hay una Colombia en la que pervive la herencia colonial en sus iglesias y ermitas, en sus procesiones y ritos religiosos.
Si se considera esta festividad como expresión del sentimiento religioso popular, Colombia es rica en posibilidades. Sólo así pueden comprenderse las celebraciones de la Semana de Pasión en Santa Cruz de Mompox y Sabanalarga, en el Caribe colombiano; en Popayán, ya en las costas del Océano Pacífico; o en Pamplona, ya en la cordillera oriental de los Andes.
Casi intacta y como si estuviera detenida en un tiempo antiguo y dieciochesco, Mompox aparece ante el afortunado viajero como una isla colonial en mitad del río Magdalena. No en vano ha sido declarada Patrimonio Histórico y Arquitectónico de la Humanidad por la UNESCO.
La religiosidad católica se conjuga y casi confunde con elementos mágicos y paganos. Estas celebraciones de Semana Santa se remontan al siglo XVII; los ricos cartageneros donaban sus joyas a la iglesia para expiar sus pecados y garantizarse la vida eterna. Este fastuoso ajuar se exhibe en estandartes, cíngulos y hábitos, y también sobre las imágenes.
El Miércoles Santo los momposinos, con sus mejores galas, acuden al cementerio municipal donde se celebra la Serenata a los Difuntos, desde la caída de la tarde hasta la madrugada del día siguiente.
Las procesiones del Viernes de Dolores y las del Jueves y Viernes Santo son marchadas, mezclando solemnidad y ritmo. Mientras en el aire, queda suspendido el olor suave y dulzón de la macoya o palma de vino con que adornan y perfuman los pasos.
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