A la caída de la tarde desaparece la calima del mediodía y, desde la cima de la colina de Hemakuta, se divisa un paisaje de otro tiempo. El río Tungabhadra corre (ancho y poderoso) entre palmeras y roquedales, desperdigados como en una lluvia de piedras propia del Apocalipsis.
Aquí y allá, en este lugar sagrado desde hace cientos de generaciones, resisten al tiempo los restos de la capital de un gran imperio. Al caminar cerca de esta cresta se descubren a cada paso unas extrañas figuras grabadas en el suelo, en la roca viva.
A veces, algún hombre, vestido únicamente con un calzón blanco, sube a paso firme la cuesta llevando una bandeja rebosante de ofrendas camino del templo de Krisna. Alrededor, todo es silencio sobre las ruinas de Vijayanagar.
Éstos son los restos de esta fabulosa Ciudad de la Victoria. Durante dos siglos, del XIV al XVI, Vijayanagar fue la capital del reino más poderoso del Deccan, cuando controlaba el comercio de los caballos árabes y las especias indias que pasaban por sus puertos. Era una de las urbes más ricas y pobladas del planeta, con cientos de miles de habitantes.
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