Después de varias horas de viaje escatológico, mi cuerpo se encontraba al borde colapso. Hubiera bastado un mínimo comentario desagradable para convertirme en la niña del exorcista. Sin embargo aguanté. Cuando llegamos a Kalambaka con la noche ya entrada, lo único que necesitábamos era un rincón sin corrientes de aire donde poder quedarnos traspuestos. Por suerte, los amables encargados de la red ferroviaria de Kalambaka nos ofrecieron un magnífico alojamiento cubierto por una moqueta de pelusas con vistas al andén. Allí yacimos como si fuésemos una discreta camada de hámsters.
Pasaron muy pocas horas antes de que el sol cumpliera su función. No puedo decir que despertara porque, sinceramente, no sé si llegué a dormirme o me quedé en ese estado trascendental que los abuelos denominan duermevelas.
El caso es que cuando mis ojos, hinchados como magdalenas, entraron en contacto con el entorno, un hilillo de baba se estrelló contra el suelo porque mi mandíbula no podía cerrarse. Ante mí se abría camino un inmenso cinturón de esbeltas montañas que cerraba el horizonte de Kalambaka. Francamente espectacular.
Avisé al resto del grupo para compartir esa experiencia visual pero sólo recibí manotazos y gritos de mis agotados compañeros de viaje. Cuando todos nos pusimos en pie, descubrimos que teníamos dos topos: una pareja de germanas que se había acoplado a nuestra camada hámster. Supongo que sólo buscaban calorcito porque al despertar se marcharon sin decir nada, y eso que habíamos compartido habitación.
Desayunamos en un bar antes de ponernos en marcha y partir hacia Meteora. Se trata de un lugar que pone en evidencia la sensatez humana o que hace grande al hombre. Hace ya muchos años, cuando los hombres mataban a otros hombres con lanzas y espadas, y lo que estaba de moda era tirarse un mes en el desierto sin comer ni beber, a un grupo de monjes se les ocurrió que si vivían en la cima de una montaña, Dios escucharía mejor sus plegarias.
Ni cortos ni perezosos, este colectivo monacal se colgó un cesto de mimbre al hombro, lo llenó de ladrillos y fue levantando monasterios en las cimas de las rocas de Meteora, algunas con una altura de unos 500 metros. Los tipos estaban convencidos de que aquellas atalayas de roca habían sido puestas allí por el mismísimo Dios para que ellos las habitaran y meditaran. Con esa argumentación, a ver quién era el listo que no escalaba varios centenares de metros de roca para construirse un chalet en lo alto.
Sea como fuere, gracias a estos pertinaces monjes, hoy podemos admirar el conjunto de Meteora y sus monasterios suspendidos del cielo. Un total de 24 monasterios levantados en las cimas de las masas rocosas de los que sólo se conservan seis en buen estado, habitados por sus monjes o sus monjas dependiendo de la abadía.
Meteora se encuentra unos kilómetros de Kalambaka, por lo que tomamos un autobús. Conseguimos que un vendedor de souvenirs nos guardara las mochilas para poder subir hasta lo alto de alguno de estos monasterios y poder ver con más detalle los acabados de los monasterios. Por suerte, las autoridades locales han dispuesto unas empinadas escaleras para acceder a los monasterios en lugar de usar el método tradicional: un cesto, una cuerda y una polea.
Comenzamos a recorrer las diferentes estancias del monasterio intercambiando sonrisas y saludos con los monjes ortodoxos que residían en la abadía. Por cierto, resultaron ser muy hospitalarios y muy amables. Supongo que las chicas no deben pensar lo mismo, ya que en la puerta, las dieron unos trapos de vistosos colores para que ocultasen sus hombros, sus piernas y sus cabellos. Así ataviadas parecían un grupo de mujeres romaníes.
Caminando, llegamos hasta un patio exterior con unas formidables vistas panorámicas del valle de Meteora. Desde allí se podían ver diseminados por el paisaje el resto de monasterios. Embelesado por la belleza de lo que se mostraba ante mis ojos, comprendí que esa era la auténtica recompensa de levantar estos claustros a varios centenares de metros del suelo. Eso y evitar morir ensartado en la espada de los albaneses y turcos que asolaban antaño aquellas tierras.
David Nogales