El viajero que aterriza en el aeropuerto de la isla sueca de Gotland, en el Báltico, no se hace inmediatamente una idea precisa de adónde está llegando. Pero al cabo de un breve trayecto, el que separa el aeropuerto de la ciudad de Visby, y una vez que se ha atravesado su muralla por una de las puertas practicables, la sensación que se obtiene es de una profunda singularidad.
Por razones obvias de latitud y clima, es recomendable para la mayoría de los viajeros acudir allí en verano. En invierno los días duran poco y el frío es considerable, aunque no tan extremo como en la zona continental de Suecia.
Además, si se elige agosto, y no se temen las multitudes, puede asistirse a uno de los principales atractivos turísticos del lugar, el festival medieval en el que todo, desde la indumentaria hasta el modo de comer (sin cubiertos), retrocede a aquella época para otros de oscuridad y que para Visby, en cambio, fue la de su más rotundo y próspero esplendor.
La ciudad tiene una historia rica y accidentada. En sus orígenes, y después de haber albergado asentamientos vikingos, se formó con el aporte de una multitud de comerciantes de dispares procedencias: escandinavos, alemanes, rusos.
El viajero que hoy llega a Visby se encuentra con una urbe que en lo esencial responde al trazado que quedó de aquella su época dorada. Está encerrada en una muralla de forma más o menos pentagonal y algo achatada, con una parte de la base abierta al puerto por el que iba y venía la riqueza de sus habitantes; en el centro se encuentra la plaza mayor y desde una elevación próxima domina el paisaje la catedral de Santa María.
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