Granada, 14:00 horas. Andalucía es sinónimo de desparpajo y frescura. Fueron precisamente estas cualidades inherentes al sur las que me llevaron a conocer Granada, el último bastión nazarí de la península, reconquistado a golpe de espada por los obstinados Reyes Católicos. Tenía una cita con siglos de historia que me aguardaban en cada esquina de las blancas calles granadinas, pero me entretuve y llegué tarde.
Llegamos a Granada a la hora del vermut, ni un minuto más tarde. La primera misión del día consistía en encontrar nuestro hostal, un pequeño alojamiento situado en el centro de la ciudad. Una vez encontrado, dejamos los macutos y salimos a la calle para tener un primer contacto con la ciudad y familiarizarnos con las avenidas y los monumentos.
Caminamos sin rumbo fijo durante treinta minutos y topamos con la gran vía, la arteria principal de Granada. Nos escurrimos por una calle estrecha que daba a una poblada zona de tapas. Grupos de personas se agolpaban en las puertas de los bares enzarzados en amenas conversaciones triviales. Los animados tertulianos agitaban sus manos intercalando sus frases con sorbos de cerveza. Las cristaleras de los establecimientos dejaban ver a los atareados camareros deslizando sobre la barra vasos de cerveza.
Era la hora exacta en el lugar adecuado, sólo teníamos que elegir abrevadero. En la esquina de la calle, las puertas abiertas de un pequeño bar nos invitaron a entrar. El local estaba decorado con fotografías de artistas flamencos y vírgenes locales. El camarero, derrochando destreza, deslizó por la barra una primera ronda de cañas acompañada de una generosa ración de rabas. Con el flamenco como banda sonora no tardamos en solicitar una segunda ronda de rubia espumosa.
De camino hacia la tercera ronda, comenzamos a entablar conversación con un par de individuos autóctonos, fieles parroquianos de aquel bar. Después de habernos puesto al día sobre nuestras respectivas ciudades, uno de ellos señaló al camarero diciendo que era un artista del cante jondo. Miré en derredor y comprobé que en algunas de las fotografías que colgaban de la pared aparecía nuestro barman con un micrófono bajo la nariz y una mueca de sentimiento flamenco.
No fue fácil, pero tras un largo periodo de ovaciones y cumplidos, conseguimos vencer la resistencia a una demostración en vivo y en directo. El camarero adoptó una pose de profunda concentración y marcando el ritmo con un palmeo casi mudo, se arrancó con un tango. Su voz quebrada brotaba a borbotones desde su garganta acariciando nuestros tímpanos. El bar se sumió en un atento silencio.
Fue una experiencia casi mística. El lugar propicio para una exhibición de cultura popular genialmente interpretada por la persona que menos me esperaba. Aquello apenas había comenzado. Como si el destino hubiese hilvanado los elementos necesarios para una noche mágica, desde la otra punta del local, el llanto amargo de las cuerdas de una guitarra comenzó a flotar por el ambiente. Los clientes nos convertimos en improvisados palmeros a la espera de la voz de la estrella flamenca. Clímax.
Cayó la noche con este embriagador ambiente. Sin haberlo esperado nos encontrábamos en el ecuador de una noche flamenca por la que cualquier japonés hubiera pagado una fortuna. Uno de los parroquianos nos habló del Sacromonte, el arrabal granadino de los gitanos donde el flamenco es leyenda viva. Nos marchamos del bar con un par de direcciones en el bolsillo, un par de cuevas donde se acuna el flamenco cada noche. Allí consumimos nuestro primer día en Granada, al ritmo de las guitarras y las palmas.
De camino al hostal, reflexioné sobre lo vivido. Sí, era cierto que no habíamos entrado en contacto con los barrios ni los monumentos históricos de la ciudad, la Granada histórica debía esperar, sin embargo habíamos encontrado algo mucho más valioso y más difícil de hallar, el duende de Granada.
David Nogales