Bacharach a ritmo de rumba

27 octubre, 2009

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Bacharach, Alemania. Con tanto estrés futbolístico, no me había fijado en el modo de servir cerveza de los taberneros alemanes. Acostumbrado a la caña rápida española, tirada como si se tratase del rancho diario del ejército y servida con la rapidez de un misil balístico, nunca me había imaginado que existiese una técnica más sosegada para presentar este rubio brebaje. En aquella pequeña cervecería, el líquido dorado se tiraba  en dos tiempos, en una operación que alargaba unos cuantos minutos. Esta costumbre, exigida por los experimentados catadores alemanes, supone un reto para la paciencia de un español habituado a la caña con tapa. Además, no había tapa, y eché de menos ese chorizo frito correoso acompañado de una mini rebanada de pan.

Observaciones al margen, cuando el grupo de irascibles hooligans se marchó del bar, nos convertimos en el centro de atención de los residentes. El primero en solicitar audiencia fue el Vampiro de Dusseldorf: moreno, de pelo largo, con mirada lacerante. Como muestra de agradecimiento por mediar ante los bárbaros germanos, le invitamos a una cerveza, que se tomó mientras nos relataba cómo acabó un portugués viviendo en Bacharach.

Nuestra conversación debió parecer interesante al dueño del bar, que se unió al debate en un inglés muy rudimentario. Nuestro anfitrión se llamaba Günter, que viene a ser como Pepe en España. Le interesaba conocer nuestra opinión sobre el importante partido de fútbol que tendría lugar al día siguiente. Como éramos los únicos representantes españoles de aquel pueblo nos convertimos en improvisados expertos en fútbol.

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Günter argumentaba que la selección alemana tenía más experiencia en finales importantes y que España era novel en este tipo de encuentros. Por nuestra parte, el principal argumento era el concepto de “furia roja”, jugadores jóvenes de calidad con excedente energético. La conversación terminó en tablas a falta de argumentos consistentes.

Mientras Günter ondeaba una pequeña bandera alemana, entró por la puerta una pareja formada por un alemán entrado en años y una bellísima turca. Tras intercambiar un par de frases con Günter, el recién llegado, un hombre sonrosado de barba blanca, nos preguntó si podía sentarse con nosotros en un perfecto castellano con ese peculiar acento que gastan los alemanes. Nos contó que era un apasionado de España, de las costas mediterráneas, de la paella, del jamón serrano y del flamenco.

Los vasos se acumulaban sobre la mesa, habíamos dejado atrás los estados de euforia, y ensalzamiento de la amistad, y comenzábamos a experimentar la fase de cánticos regionales. Animados por el nuestro invitado, nos lanzamos a cantar rumbas marcando el ritmo con un alegre palmeo. Si en ese preciso instante Camarón de la Isla hubiera entrado en aquella cervecería, probablemente nos hubiese dado un bofetón por nuestra terrible interpretación, sin embargo para aquel grupo de alemanes nuestras voces provenían del mismísimo cielo. Tanto gustaron nuestras aberrantes canciones que Günter echó el cierre y comenzó a invitarnos a más cerveza.

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Al cabo de una hora, aquello se había ido de las manos, se habían animado a canturrear el portugués y Günter; incluso solicitaron los servicios de un guitarrista, conocido del dueño del bar, que nunca apareció. En cuestión de un par de horas habíamos pasado de una situación de hostilidad causada por los hooligans germanos a un estado de euforia propio de las fiestas de pueblo. Lo que viene siendo una gran noche.

La madrugada se nos echó encima y con ella la hora de las despedidas. Para rematar aquel día surrealista, cuando me fui a despedir de la mujer turca, empleé la fórmula habitual de los dos besos, sin embargo aquella costumbre no estaba bien vista. El esposo de aquella mujer me lanzó una mirada recelosa que esquivé explicándole que eso es lo normal en nuestro país. Debió parecerle bien porque empleó esta fórmula para despedirse de las chicas de nuestro grupo.

Cuando salimos del bar, pensé en lo buena gente que son los alemanes aunque tengan fama de ser fríos. Salvando al grupo de hooligans, el resto de alemanes con los que nos fuimos topando resultaron ser entrañablemente simpáticos. Por cierto, al día siguiente España ganó a Alemania por un gol a cero, que se chinchen esos hooligans.

David Nogales