Pamukkale, Turquía 22:00 horas. Me encontraba exhalando bocanadas de humo con sabor a manzana, derramado sobre una cómoda silla de plástico tras una copiosa cena turca. El menú, eminentemente carnívoro, había consistido en una degustación de carnes especiadas de pollo, ternera y cordero. Para ayudar a pasar los pedazos de chicha me apoyé en las propiedades lubricantes de una cerveza rubia marca Effes, producto nacional. Era la justa recompensa, el broche final de oro a un día y medio de torpezas e incomodidades.
Todo comenzó en la estación de autobuses de Göreme, un pueblo ubicado en la Capadocia turca, un paraíso natural. Acababa de subirme a un autobús nocturno que nos llevaría a Pamukkale en un tiempo estimado en más de diez horas. Mi mayor preocupación era que los billetes no los había comprado yo sino el guía que nos había mostrado la Capadocia, y el destino que fijaba el cartel del autobús no era Pamukkale sino Denizli.
El viaje de autobús fue como era de suponer, un verdadero incordio. Los esfuerzos de las compañías de autobuses por mejorar la comodidad de sus clientes nunca podrá competir con los placeres de las sábanas de una cama. Al menos nuestro autobús tenía un azafato que nos servía té, café, agua y rociaba el suelo con colonia cada hora. Era un todo detalle pero seguía echando de menos una buena cama.
Pasaban las horas mientras observaba con envidia a los pasajeros capaces de conciliar el sueño, con sus cabezas en posturas imposibles y la boca entreabierta. Después de cuatro horas saqué el narcótico que mejor me ha funcionado para dormir: La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa. Mis respetos a los seguidores de este escritor peruano. El somnífero funcionó, al menos durante los veinte minutos previos a la primera parada.
El resto del trayecto lo pasé conciliando un sueño intermitente de quince minutos alternado con treinta minutos despertar onírico. A las seis de la mañana había dejado de ser humano para convertirme en un informe despojo de ojos rojos incapaz de distinguir la realidad de la ficción. Y precisamente en ese momento el azafato se dirigió a nosotros para comunicarnos que habíamos llegado a nuestro destino. Mire por la ventana y vi que el autobús estaba parado en mitad de una autopista.
Como no tenía muy claro si aquello era un sueño o era la cruda realidad, me dejé llevar por los acontecimientos. Un par de hombres salieron de una furgoneta que se había parado al lado del autobús, cogieron nuestras mochilas y nos dijeron que entráramos en la furgoneta. Lo hicimos. Aquello tenía todos los rasgos del clásico secuestro express y, sinceramente, de haberlo sido no hubiera podido defenderme.
Mi mente, densa y obtusa por la falta de sueño, no encontraba las palabras necesarias para decirle al tipo que queríamos ir al hotel Artemis. No hizo falta, en un lapsus de cordura, me di cuenta de dos cosas: la primera, que la furgoneta que nos había secuestrado se había parado enfrente del hotel Artemis; la segunda que me había dejado en el autobús el narcótico de trescientas páginas y mis gafas de leer, valoradas en un tercio de mi sueldo. ¿Por qué serán tan caras las gafas?
Era incapaz de hablar un inglés inteligible pero si mis secuestradores habían sido capaces de leer mi mente, algo podrían hacer con mis confusas palabras. Efectivamente, con tres palabras clave, uno de aquellos simpáticos secuestradores comprendió perfectamente mi situación. Sacó su teléfono móvil y tras una conversación de unos segundos me dijo: a las nueve de la noche te dejarán las gafas y el libro en la recepción del hotel. Por aquel entonces ya sufría síndrome de Estocolmo. ¡Qué secuestradores más simpáticos!
Para mayor gloria de mis captores, aquel que recuperó mis narcóticos y mis lentes, trabajaba en el hotel Artemis. Uno de los mejores alojamientos en los que he estado. Al margen del precio económico del hotel, tenía muchos añadidos: piscina, jacuzzi, sauna, parrilla para las cenas y un estupendísimo rincón con cojines y mesa baja para fumar narguile y beber té turco, que por cierto era gratis.
Por si fuera poco, las personas que trabajaban en el hotel tenían la sana costumbre de dar conversación a los viajeros, derrochando simpatía. De no haber sido por la apretada agenda de este viaje, me hubiera quedado allí varios días. Era un paraíso.
Por la noche, después de recorrer las pozas naturales de Pamukkale y haber contraído el efecto kokoreç, regresamos al hotel y nos dimos una relajante sesión de sauna. Para completar la velada cenamos frente a la piscina a la luz de una lámpara de alcohol, llegando al punto con el que comenzaba esta historia: la sobremesa de té y pipa de agua. El broche final lo pusieron los trabajadores del hotel que nos invitaron a un trozo de tarta con motivo del cumpleaños de uno de ellos. Lo tengo claro, la próxima vez que regrese a Turquía me volveré a dejar secuestrar.
David Nogales