El colgante bosnio de la suerte

8 septiembre, 2009

bosnia

Sarajevo, Bosnia. 7:00 AM. El viaje en tren había sido una auténtica pesadilla, aunque habíamos reservado una dependencia con cama, las inoportunas y frecuentes visitas de militares armados al grito de control passport nos habían dado la noche. No hay nada peor que dormir intermitentemente.

Por fin habíamos llegado a Sarajevo, la capital de Bosnia-Herzegovina. No habíamos reservado habitación en ningún hotel pero esa no era la principal misión del día, nuestros cuerpos nos pedían una ración extra de cafeína para activarse. Los comerciales de hoteles y pensiones no compartían nuestra visión. Éramos gacelas en territorio de leones. Nos rodearon con una estrategia de tenaza y antes de que pudiésemos reaccionar nos habían llenado las manos de tarjetas de visita. A pesar de nuestro estado de semiinconsciencia conseguimos zafarnos de las garras de aquellos felinos para continuar la búsqueda de nuestro codiciado café.

La ciudad aun no se había despertado, pocos se aventuraban a pasear por la calle. El sol se asomaba tímidamente por el horizonte llamando a un nuevo día.

Habían pasado diez años desde que se extinguió el atronador estallido del último fuego de mortero. Durante tres largos años, aquellas calles fueron el sangriento escenario de una guerra provocada por la exaltación nacionalista de Serbia. Las mordeduras de los proyectiles salpicaban las fachadas de los edificios, un amargo recuerdo de algo que nunca debió suceder. Con la paz, la vida se había abierto paso.

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Los comerciantes estaban abriendo sus tiendas con la calma que exige la ausencia de estrés. Nos encontrábamos en el centro de la ciudad, rodeados por casas bajas conectadas por un suelo de piedra. En una esquina había un anciano solitario con el rostro surcado por profundas arrugas. Aquel anciano se ganaba la vida vendiendo colgantes y pulseras. Aquella mañana había madrugado.

Me acerqué al puesto para ver sus mercancías. Eran pequeños colgantes de cuero con un símbolo árabe en el centro dispuestos sobre un pañuelo rojo. Los collares estaba unidos entre sí formando un ovillo que parecía imitar un nido de finísimas serpientes. Me encapriché de uno de los colgantes y se lo pedí al anciano, que con la mayor de las paciencias comenzó a desatar el nudo que los unía. Tardó dos largos minutos que a mí me parecieron siglos.

El colgante, formado por una pieza cuadrada de cuero negro parecía esconder algo en su interior. Algo así como un cartón o un trozo de papel. No le di demasiada importancia. Me lo puse alrededor del cuello y me uní al resto del grupo para ir en busca de la cafeína.

Pasaron un par de años y el colgante comenzó a agrietarse. Por uno de los laterales se podía ver una pequeña pieza blanca. Mis sospechas se confirmaron. Sabiendo de la existencia del pegamento extrafuerte abrí el cuero para ver el secreto que escondía en su interior. Para mi sorpresa se trataba de un pequeño papel doblado en forma de libro, escrito con grafía árabe. Diminutos párrafos se extendían sobre el papel arrugado.

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El destino es un genial confidente. Un par de meses después del hallazgo, en encontraba en el centro de Madrid, comprando tabaco para shisha con sabor a manzana en una tienda árabe. Cuando fui a pagar, el dependiente, un joven marroquí, me dijo algo en su lengua. Al ver que no había respuesta reformuló su pregunta en castellano -¿Eres musulmán? Le contesté que no. Señaló el colgante y me dijo que era un amuleto musulmán que daba suerte. La historia de aquel colgante estaba a punto de ser revelada.

Me contó que antiguamente cuando los musulmanes emprendían largos viajes, uno de los viajeros leía un párrafo del Corán para que Alá los protegiese de los peligros que pudieran surgir por el camino. El trozo de papel que se ocultaba en el interior de mi colgante estaba escrito con esos párrafos del Corán.

Desde entonces, siempre que salgo de viaje lo hago con mi amuleto musulmán de la suerte. De hecho, esta historia tiene una segunda parte que tuvo lugar en otro país con larga tradición musulmana, Turquía. Pero eso lo dejamos para otro día.

David Nogales