Dicen los sociólogos que uno de los principales motivos de cambio social es viajar. Cada vez que nos desplazamos a un país extranjero, nos sometemos a unas costumbres que no son las mismas que las de nuestro país de origen. Ese contraste hace que nuestra visión del mundo, y de nuestra propia vida, cambie.
No conocer lo que se puede y no se puede hacer en el país que estamos visitando es una cuestión capital. Hace unos meses, un español fue condenado en Arabia Saudí a recibir 6 latigazos por orinar en la vía pública. El desconocimiento de la Sharia, la ley musulmana, le ha costado a este joven seis marcas vitalicias en la espalda y una estresante experiencia en un lugar muy alejado de su hogar.
Conociendo este tipo de casos, trato de informarme de la legislación del país al que me voy a desplazar. Sin embargo, siempre se quedan en el tintero aspectos del día a día que no aparecen reflejadas en ningún texto.
Uno de los primeros contrastes con los que nos encontramos los españoles cuando viajamos es nuestra forma de hablar. La vehemencia de nuestras palabras y sobre todo el volumen de nuestras conversaciones, suelen chocar con las costumbres más relajadas de los países que visitamos.
Esa expresividad desfogada se ha convertido en un sello de identidad. En París, viajando en el metro, repleto de silenciosos franceses entregados a sus pensamientos, una joven musulmana se dirigió a nosotros preguntándonos si éramos españoles. Al responderle afirmativamente, la chica se echó a reír, disimulando su sonrisa con la palma de la mano, añadiendo que los españoles hablan gritando.
Otras costumbres son más comprensibles. Nuestro carácter latino hace que seamos más cercanos a la hora de entablar una conversación. Saludamos y nos despedimos dando un par de besos a la persona que tenemos delante. En Bacharach, un pequeño pueblo alemán, entablamos una conversación con una pareja de autóctonos interesados en conocer la lengua castellana. Después de una larga charla y unas pintas de cerveza bien tiradas, la pareja se despidió. Cuando me despedí de su mujer, empleé la formula habitual de los dos besos. El marido me miró con los ojos como platos para dedicarme después una mirada de discordia. Por suerte, aquel tipo no era violento y todo se aclaró después de explicarle que esa era la fórmula tipical spanish de despedirse.
Pero sin lugar a dudas, el choque más gracioso y extravagante que he tenido ha sido en Turquía. Me encontraba en un autobús nocturno de camino a la provincia de Denizli, cuando comencé a sentir a unos huéspedes molestos que se habían alojado en mi nariz. Traté de deshacerme de ellos con un par de movimientos sutiles pero no lo conseguí, eran unos invitados persistentes.
Me fijé en una pareja de mujeres entradas en años que estaban sentadas delante de mí. Habían buscado una postura cómoda para dormir colocando sus pies descalzos en el reposacabezas del conductor del autobús, al que parecía no importarle en absoluto tener un par de peanas en la nuca.
Además, ambas estaban en un profundo estado de relax que se ponía de manifiesto en forma de sonoros ronquidos acompañados de espasmos respiratorios. Me indigné por las malas formas de aquellas mujeres.
Finalmente, decidí emplear una técnica ancestral para expulsar de mi nariz a aquellos huéspedes inoportunos: un pañuelo de papel. Preparé el material para la operación e hice sonar mi nariz. Tras una fuerte expiración nasal por fin era libre, había terminado con el asedio de mis fosas nasales.
De pronto, un silencio incómodo invadió el autobús y sentí como se clavaban en mi cabeza un par de ojos irascibles. Levanté la mirada y me choqué con la de la mujer de delante que se había despertado y me observaba fijamente. Se dio la vuelta al tiempo que su compañera se daba la vuelta para fusilarme con sus ojos. Si las miradas mataran ya sería fiambre. Aquella mujer, que hacía unos segundos estaba masajeando con sus pies la cabeza del conductor al ritmo de sus ronquidos, me miraba ahora como si fuese un asesino de masas. Por suerte, aquella mujer me perdonó la vida y volvió a sus ronquidos.
Me hubiera muerto por la curiosidad de no haber sido por el chico que se sentaba detrás de mí. Habíamos estado conversando un rato al inicio del viaje, así que me dí la vuelta para preguntarle por qué me habían mirado así aquellas mujeres. El chaval estaba desencajado de reírse, con lágrimas en los ojos me dijo que sonarse la nariz era un gesto de malísima educación, algo así como escupir a la cara a alguien.
Ya sabéis, si viajáis a Turquía podéis rebozar vuestros pies en la cara de la gente pero ni se os ocurra usar un kleenex. Anécdotas aparte, no olvidéis echar un vistazo a las recomendaciones para evitar sorpresas cuando salgáis de viaje. Os dejo un enlace del Ministerio de Asuntos Exteriores con algunas notas importantes a tener en cuenta en vuestras próximas salidas.
David Nogales