Bratislava, Eslovaquia. 2:00 AM. Acabábamos de llegar a la capital eslovaca hacía un par de horas. Un viejo autobús de línea nos había dejado en la estación principal de tren de la ciudad, el lugar más mezquino que he visitado. Un edificio de dos plantas con enormes ventanales salpicados de suciedad. No habíamos reservado hotel en la ciudad y la madrugada se nos había echado encima así que decidimos usar la estación como alojamiento gratuito, era la segunda vez que dormíamos en aquel hostel improvisado.
Un ejército de eslovacos ociosos y harapientos sintecho se apostaban en los alrededores de la estación de ferrocarril bebiendo en vasos de plástico un licor que servían en puestos ambulantes cercanos. Discutían, pedían cigarros a los transeúntes y observaban atentamente el trasiego de viajeros. Me recordaron a las rapaces de los documentales de la 2.
El interior de la estación parecía haberse congelado en los años 70. Las paredes presentaban claros síntomas de abandono gubernamental: la pintura agrietada y la suciedad formaban un mosaico de miseria arquitectónica.
El último tren había partido hacia su destino y no quedaban viajeros por la estación. Teníamos que coger un tren por la mañana para viajar a Budapest donde habíamos quedado con unos compañeros de viaje. Decidimos buscar un lugar apartado dentro de la estación para poder dormir unas horas.
Antes de estirar nuestros sacos de dormir y dejar paso a los sueños, fuimos a los servicios de la estación para acicalarnos. El baño se encontraba en la planta baja tras un tramo de escaleras circulares. Éramos dos personas, así que decidimos hacer turnos para vigilar nuestras mochilas.
Entré en segundo lugar a aquel servicio descuidado. Henar, mi compañera de viaje salió horrorizada del escusado, comentando las porquerías que había contemplado en su visita al inodoro. Al entrar corroboré los comentarios de Henar, si la estación estaba descuidada, los baños eran aún más tétricos, la suciedad se acumulaba en las paredes que habían sido escogidas como lienzos por los grafiteros locales.
Mientras aliviaba mis necesidades corporales comencé a entonar una cancioncilla infantil. Llegó a mis oídos un hilo de voz que imitaba torpemente mi canción en un idioma improvisado sobre la marcha. Miré hacia el origen de la estridente voz y me topé con un corpulento tipo rubio con cara de abrir las botellas de cerveza con la cuenca de los ojos.
La cara es el espejo del alma y en el rostro de aquel tipo se reflejaba el mismísimo Al Capone. La masa rubia se había plantado en el centro de la puerta bloqueando la salida. Un letrero rojo comenzó a parpadear en mi cabeza: Warning. Desde luego, aquel tipo que no dejaba de mirarme quería algo conmigo y no tenía el aspecto de invitarme a cenar un solomillo.
Me planté frente al capo siciliano para tratar de escurrirme hasta la salida pero el tipo no tenía ninguna intención de moverse. Me desplacé hasta un lateral y el tipo hizo un movimiento hacia la misma dirección.
De pronto, escuché un golpe seco en el suelo, como si se hubiese caído una figura de plomo. Era una pistola. Al mafioso rubio se le había caído un cañón al tratar de cerrarme la salida. Observé la pistola y acto seguido miré al tipo rubio que no había apartado la mirada de mí.
Comencé a arrugarme como un pimiento verde pasado. Una explosión de preguntas se paseaban por mi mente: ¿Qué hago? ¿Cojo la pistola? ¿Apunto al mafioso con el cañón? ¿La recojo y se la doy?, Tierra trágame. Me entró en pánico. Me hice tan pequeño que me podría haber sentado sobre la empuñadura del arma y mis piernas no habrían tocado el suelo. Me vi con un disparo en el pecho en una ciudad en la que no hablan mi lengua.
El pandillero rubio se agachó lentamente para recoger su arma sin dejar me mirarme fijamente. Guardó su pistola en la cintura y se apartó hacia un lado despejando la puerta de salida. Tal como vino la amenaza, se fue. Mantuve la compostura el tiempo justo hasta desaparecer del baño para salir corriendo después. Recogí las maletas y dije a Henar que me siguiera rápidamente.
En la estación de tren había una comisaría pero no había nadie, o al menos, no encontré una puerta abierta. Sin posibilidad de huir de la estación no nos quedó más remedio que hacer de tripas corazón y tratar de dormir en una esquina confiando en que el rubio no volviera a aparecer. No lo hizo, sin embargo no pude pegar ojo en toda la noche deseando de ver trenes y viajeros por la estación.
A la mañana siguiente cogimos el tren para Budapest. Dentro de lo que cabe, todo había terminado bien y ya tenía una nueva anécdota que contar.
David Nogales